La confesión (1970)










La confesión 
Constantin Costa-Gavras
Artur London

El mensaje de una víctima de la Europa del siglo
Jordi Solé Tura

La espantosa tragedia personal que Artur London narra en este libro es un documento fundamental para entender la tragedia colectiva de una Europa que a lo largo del siglo XX se ha desangrado en las luchas fratricidas más brutales de toda la historia de la humanidad.
Ahí está todo: la hecatombe de la guerra de 1914—1918, los dramas y las esperanzas de la posguerra, las crisis que hundieron a millones de personas en la miseria y la desesperación, el estallido de los nacionalismos enfrentados a muerte, el naufragio de las democracias, los revanchismos que llevaron a otra guerra, la de 1939—1945, más brutal y más mortífera que la anterior y, finalmente, la ruptura de los aliados que la habían ganado y la división radical de Europa en dos bloques, encabezados por los Estados Unidos y la URSS.
"La confesión " es un resumen terrible de todo esto narrado por un protagonista que es por si mismo la síntesis individual de todas las víctimas de aquella enorme tragedia colectiva. Artur London nació en 1915, o sea en plena guerra de 19141918, y empezó a tomar conciencia de los dramas de la sociedad en que vivía cuando la Europa de los grandes imperios se hundía estrepitosamente, cuando se creaban nuevas fronteras y nuevos Estados, cuando millones de personas eran empujadas a la miseria y a la desesperación y cuando aparecía en el horizonte una novedad apasionante para unos y alarmante para otros, la Revolución bolchevique en la vieja Rusia imperial.
En aquella Europa desquiciada, tambaleante y convertida en esferas de influencia para los vencedores, el triunfo del Comunismo en Rusia generó unas esperanzas insólitas entre los perdedores de toda la Europa central y oriental que se tradujeron en varios intentos de exportar aquella revolución más allá de las fronteras rusas, en Alemania, en Hungría y en otros lugares, intentos que fueron ahogados en sangre inmediatamente por las potencias vencedoras. Pero la URSS estaba allí y se convertía en una potencia enorme e inesperada, que con su sola presencia trastocaba todos los planes de pacificación de la posguerra y de reparto de los nuevos espacios políticos y de las nuevas zonas de influencia de Europa, un reparto en el que junto a las potencias tradicionales de Gran Bretaña y Francia empezaba a aparecer otra que hasta entonces había permanecido al margen de los avatares europeos, los Estados Unidos de Norteamérica.
Este fue el escenario que el joven Artur London descubrió en su paso de la infancia a la adolescencia. Y muy pronto pasó del descubrimiento a la acción porque el escenario se complicó hasta extremos inconcebibles. Los vencedores de la guerra habían frenado la posible expansión de la revolución comunista, pero no habían sido capaces de levantar las sociedades destrozadas por la guerra en el centro y el oeste del continente. En Alemania se había atajado duramente un intento de revolución comunista pero el país se hundía en la miseria y en la desesperación, sin que los partidos y las fuerzas tradicionales pudiesen impedirlo ofreciendo nuevas alternativas. Y fue aquella combinación de hundimiento y de impotencia la que abrió el camino a la aparición y a la victoria de un nazismo que aparecía como la contrapartida radical del comunismo y como una alternativa capaz no sólo de restablecer el orden y la disciplina en unas sociedades tan traumatizadas sino también de emprender una gran revancha para lavar el honor perdido de Alemania y convertirla en la principal potencia de Europa.
Este es el escenario de la primera parte de la historia de Artur London "y sus compañeros. Creen en la revolución comunista, perciben el peligro nazi y se lanzan plena y abiertamente a la acción. La guerra de España es el primer anuncio de la catástrofe, la primera confrontación abierta entre una democracia frágil y el fascismo y acuden a luchar contra éste enrolados en las Brigadas Internacionales. La derrota de la República española es el prólogo de la segunda guerra mundial y los supervivientes como Artur London continúan la lucha contra el nazismo en Francia o en Gran Bretaña o la URSS o los países del centro y este de Europa ocupados por los nazis hasta la derrota final del nazismo y el fascismo en 1945.
Y entonces empieza otra catástrofe. Los vencedores de la guerra se han unido para derrotar al enemigo común pero saben que también son enemigos y dividen Europa en dos mitades confrontadas. Las antiguas potencias europeas occidentales, exhaustas, aceptan el liderazgo potente de Estados Unidos, mientras el este de Europa, fragmentado en Estados más o menos artificiales, queda sujeto a la órbita de la URSS. Esta intenta imponer en todo su espacio un mismo sistema uniforme, el stalinismo, levemente al principio y brutalmente después, cuando la Yugoslavia de Tito se separa del bloque oriental y los soviéticos empiezan a temer que el ejemplo sea seguido por otros.
El drama de Artur London y sus compañeros en Checoslovaquia es el mismo de otros tantos comunistas de los países del Este que creen en la revolución, que aceptan el dominio soviético porque la URSS les ha ayudado a derrotar al nazismo pero que viven en sociedades no exactamente iguales a la rusa y tienen una trayectoria más cosmopolita y más abierta a la diversidad. La tragedia estalla cuando Stalin percibe el peligro de una ruptura de su bloque tras el ejemplo de Tito y decide sovietizar todo el conjunto. Empiezan entonces los procesos contra altos dirigentes de los países del este, todos con la misma mecánica y el mismo sistema de imputación y destrucción —enemigos infiltrados, espías al servicio de los Estados Unidos, saboteadores y judíos — que reproduce punto por punto el sistema de aniquilación que el propio Stalin utilizó en la URSS en los años 30 contra sus oponentes en la cúpula soviética.
Este es el fondo del asunto. Pero el libro de Artur London va más allá porque desvela con su tragedia personal el método seguido por el stalinismo contra aquellos que el tirano consideraba adversarios, un método que en los procesos de la propia URSS, primero, y en los de Hungría, Polonia y Bulgaria después, se ocultaba bajo la capa genérica de la traición. La narración del día a día, del minuto a minuto es espeluznante, casi increíble por su extrema brutalidad, repugnante por el método y la finalidad, inhumana por la humillación y la destrucción de la persona, aniquiladora de todos los valores de la democracia, como si de golpe desembarcase en pleno siglo XX una nueva Inquisición en la que desaparecían, morían o se convertían en muertos vivientes hombres y mujeres que habían luchado heroicamente contra el nazismo y el fascismo, que creían en un mundo mejor, más libre y más igualitario, que habían sido duramente castigados por ser demócratas y volvían a serlo en nombre de una democracia por la que habían luchado y que de golpe resultaba ser falsa.
El espantoso método de destrucción personal que lleva a Artur London y sus compañeros a la absoluta degradación personal y a la humillación de una confesión impuesta mediante la violencia obliga, por lo demás, a plantear el tema del significado real de un sistema político como el Estado stalinista, tan analizado pero, de hecho, tan desconocido todavía. ¿Era pura y simplemente una dictadura? ¿Era, como tantos creyeron, incluyendo a muchas de sus víctimas, un dificilísimo salto adelante en el duro y complejo camino hacia la igualdad? Este tema, traído y llevado en tantos debates ideológicos de los años más difíciles, saltó en pedazos cuando la caída del Muro de Berlín acabó con la división de Europa en dos bloques, pero de hecho ha reaparecido ante las dificultades con que la Rusia actual se enfrenta para crear una auténtica democracia. Pues bien, el relato de Artur London es, de hecho, una respuesta a estos interrogantes y, tal como lo entiendo, se puede resumir de la siguiente manera: si la revolución de 1917 transformó de arriba abajo los mecanismos de gobierno vigentes hasta entonces y dio entrada en el poder a nuevos sectores sociales de la vieja Rusia, el Estado construido por Stalin se consolidó como una versión modernizada del viejo zarismo. Los mecanismos de acceso al poder político se dilucidaban antes entre los gabinetes que rodeaban al Zar y en el régimen de Stalin lo hacían entre los gabinetes que rodeaban al intocable jefe supremo. Por esto la represión de los disidentes o de los marginados se realizaba con los mismos métodos y la misma violencia. La diferencia entre el viejo zarismo y el zarismo stalinista era que en el primero los represaliados sabían que luchaban contra un enemigo que querían derrocar y, en cambio, bajo Stalin no sólo no sabían contra que enemigo luchaban sino que se hundían considerando a Stalin y al partido que él dirigía como sus puntos de referencia fundamentales en vez de percibirlos como lo que realmente eran, sus verdugos. Como se está demostrando en los avatares de la Rusia de hoy, no era un problema de ideología sino de poder oscuro, enraizado en siglos y siglos de despotismo.
Por todo ello, creo que este libro es indispensable para comprender el significado real del siglo XX antes de que entremos en un siglo XXI que puede ser el de la unidad y la rehabilitación de una Europa descuartizada y castigada por sus rivalidades y confrontaciones. Y digo que puede ser porque no es seguro todavía que este terrible pasado haya sido vencido para siempre. Hoy parece inconcebible que tragedias como la de Artur London y sus compañeros de infortunio se puedan reproducir en el continente europeo, pero estamos viviendo todavía episodios de confrontación racista y chovinista que no están muy lejos de la lógica perversa que llevó al cadalso a tantos demócratas traicionados por poderes dictatoriales. Kosovo está todavía muy cerca de todos nosotros, y un poco más allá saltan las atrocidades de Chechenia y otras más ignotas, mientras en nuestras propias casas estallan racismos y violencias contra personas que se transforman en enemigos por el solo hecho de tener un color de piel o una religión o una lengua diferentes.
Conocer el pasado es fundamental para entender el presente y preparar un futuro de convivencia y de paz. Pero la maldad no ha sido todavía vencida, la tortura no ha sido eliminada, la violencia no ha sido detenida y la razón no ha derrotado todavía a la superstición y a la irracionalidad. De hecho, esto es lo que Artur London nos está diciendo desde el fondo mismo de su tragedia. Y por esto mismo su libro, su vida, sus sufrimientos, su confesión deberían ser casi de lectura obligatoria para remover todas las conciencias y cortar definitivamente el paso a todos los peligros de involución, de discriminación y de violencia.
L Aveu  / Constantin Costa-Gavras



AÑO: 1970
DURACIÓN: 135 min.
PAÍS: Francia
DIRECTOR: Constantin Costa-Gavras
GUIÓN: Jorge Semprún (Novela: Artur London)
MÚSICA: Giovanni Fusco
FOTOGRAFÍA: Raoul Coutard
REPARTO: Yves Montand, Simone Signoret, Gabriele Ferzetti, Michel Vitold, Jean Blouise
PRODUCTORA: Coproducción Francia-Italia
SINOPSIS: Con guión de Jorge Semprún sobre una novela de Artur London, narra las purgas comunistas contra un sector de la izquierda heterodoxa efectuadas en Checoslovaquia tras la Primavera de Praga. (Filmaffinity)
Crítica Filmaffinity




Becket (1964)







Becket 
Peter Glenville
Jean Anouilh

Acto primero
Cuadro primero
(Fragmento)

La  Catedral.  Fondo  neutro.  Columnas   esparcidas.   La  tumba   de Becket, en mitad del escenario. Una losa con su nombre esculpido.
(Dos soldados se apostan a lo lejos. Entra El Rey con su corona. Un Paje le sigue a distancia. El Rey duda un momento. Se quita el manto. Torso desnudo. Cae de rodillas, rezando ante la tumba. Detrás de las columnas, entre las tinieblas, adivinamos unas sombras inquietantes.)

EL REY:
Tomás Becket, ¿estás contento? Aquí me tienes, desnudo, esperando a los frailes de tu Orden. ¡Qué fin más triste ha tenido nuestra historia! Tú, pudriéndote bajo esa losa, con el cuerpo atravesado por los cuchillos de mis barones, y yo aquí, como un cretino, con el torso desnudo, expuesto a las corrientes de aire, esperando a que tus frailes vengan a azotarme. ¿No hubiera sido mejor habernos entendido?

(Becket, de arzobispo, como el día de su muerte, surge tras una columna.)

BECKET: (Dulcemente.)
No  podíamos  entendernos.

EL REY:
Yo te dije: “Todo, excepto el honor del reino.”

BECKET:
Y yo te contesté: “Todo, excepto el honor de Dios.” Era un diálogo entre sordos.

EL REY:
¡Qué frío hacía en la llanura de la Ferté-Fernard la última vez que nos vimos! Es curioso: siempre hizo frío en nuestra historia, menos al principio, cuando éramos amigos y salíamos juntos, de correrías, en busca de mujeres. ¿Amabas a Guendalina? ¿Me guardas rencor por aquella noche en que te la quité, alegando: “Yo soy el Rey”? ¿Quizá por eso jamás me perdonaste?

BECKET: (Dulcemente.)
Lo he olvidado.

EL REY:
Éramos como hermanos. Yo no pensaba más que a través de ti.

BECKET: (Dulcemente, como a un niño.)
Reza, en lugar de malgastarte en palabras inútiles.

EL REY:
¡Como que en estos momentos voy a tener ganas de rezar!... (Durante el párrafo a continuación, Becket se irá esfumando en la sombra.) Tenías razón. ¡Qué brutos son tus compatriotas, los sajones! Y me entrego a ellos desnudo. Es una heroicidad. Bueno. Lo hago porque los necesito. Tengo que atraerlos a mi causa, ¡contra mi hijo, que quiere arrebatarme el reino! Por eso vengo a hacer las paces con su santo; es decir, contigo. Tú has llegado a santo, y yo, tu rey, necesito de esa chusma amorfa para que sostenga mi corona. ¿De qué sirven las conquistas? Ellos son la Inglaterra de hoy. A fuerza de cruzarse y reproducirse como conejos, para compensar las matanzas, han creado un pueblo con el que hay que contar. Inglaterra bien vale una mascarada. Tú me has enseñado todas estas cosas. En realidad, todo, todo, me lo has enseñado tú. (Soñador.) ¡Qué tiempos aquellos! Cuando por la mañana temprano —para nosotros era mediodía, porque nos acostábamos tarde— entrabas en mi dormitorio sonriente, como si no hubiéramos pasado toda la noche bebiendo y amando... Incluso para el amor tenías más resistencia que yo...
(Cambian las luces. Ha entrado un paje con un lienzo blanco. Envuelve en él al Rey y le da unas friegas. Se oye dentro, silbada, una marcha escocesa, alegre e irónica, predilecta de Becket. La oiremos a menudo a todo lo largo de la obra. Los dos soldados han colocado en escena una cama y un sillón. Tomás Becket entra, joven, elegante, gentilhombre.)

BECKET:
Señor, todos mis respetos.

EL REY: (Lucha contra el bostezo que le aflora a los labios.)
¡Oh, Tomás! ¿Ya despierto?

BECKET:
Desde muy temprano, señor. He ido galopando hasta Richmond. ¡Hace un frío maravilloso!

EL REY: (Tiritando.)
No comprendo cómo puedes gozarte tanto con el frío. (Al paje.) ¡Frota con más fuerza, animal! (Becket, sonriente, echa hacia un lado al paje y le sustituye en la tarea.) Anda. Enciende la chimenea y vísteme cuanto antes. Me hielo.

BECKET:
Príncipe mío, os vestiré yo. Como todos los días.

(Sale el paje.)

EL REY:
¡Qué haría sin ti, Tomás! Me eres indispensable hasta para la menor cosa. No hay nadie que me dé las friegas como tú. Pero dime: ¿cómo siendo gentilhombre no tienes escrúpulos en hacer, a veces, las faenas de un criado? Si yo pidiese algo por el estilo a mis barones, me declararían la guerra civil.

BECKET: (Sonríe.)
Harán, con el tiempo, estas faenas y otras peores, cuando los reyes aprendan su oficio. Yo soy vuestro servidor. Para mí es lo mismo ayudaros en el gobierno que a entrar en calor.
(Frota con más fuerza.)

EL REY: (Con un gesto tierno.)
¡Y pensar que eres sajón! Al principio, cuando te tomé a mi lado, ¿sabes lo que me dijeron todos? Que aprovecharías la menor ocasión para apuñalarme.

BECKET: (Que le esta vistiendo.)
¿Y los creísteis?

EL REY:
No, no... Bueno, al principio tenía cierto resquemor, no te lo niego; pero tu aire así, tan distinguido, al lado de  todos  esos brutos,  me calmó. Oye..., ¿cómo te las arreglas  para hablar francés sin el menor acento inglés?

BECKET:
Porque mis  progenitores,  para  conservar sus bienes y 
propiedades, aceptaron “colaborar” con el Rey, vuestro padre, y me enviaron a Francia muy joven.

EL REY:
No he conocido a tu padre.

BECKET:
Era severo, rígido y supo hacer, colaborando, una gran fortuna. Como, además, era un hombre muy honrado, me imagino que compaginaría las cosas para que su rígida conciencia no sufriese menoscabo alguno.

EL REY:
¿Y tú?

BECKET:
¿Yo?

EL REY: (Con un matiz de ligero reproche en la voz, que, a pesar de su admiración por Becket o a causa de ella, emplea más de la cuenta.)
A ti también el “colaborar” te reporta grandes beneficios.

BECKET:
El problema es distinto. Yo soy un hombre ligero, débil. Me gusta la caza, y sólo los normandos y sus protegidos tienen derecho a cazar. Adoro el lujo, y el lujo es normando. Adoro la vida y los sajones, las matanzas. Y adoro el honor...

EL REY: (Incisivo.)
¿Y el honor se concilia también con la colaboración?

BECKET:
Yo puedo, llegado el momento, y sin recibir castigo alguno, atravesar con mi espada a cualquier gentilhombre normando que intente violar a una de mis hermanas.

EL REY: (Con intención.)
Podías también matarle y huir a los bosques, como han hecho muchos. Sería más patriótico.

BECKET:
No, no. Incómodo e ineficaz. Mi hermana sería inmediatamente violada por otro caballero normando.

EL REY: (Soñador.)
No me explico cómo no nos odias... Yo, que no soy un hombre valeroso...

BECKET:
Hasta el momento de la muerte, nadie puede hablar de su valor.

EL REY:
Me conozco. No tengo valor y no me gusta batirme; pero si los franceses invadiesen Normandía e hiciesen la centésima parte de lo que nosotros hemos hecho aquí, creo que no podría ver a un francés sin sacar mi daga y... (Viendo un gesto de Becket. Asustado.) Oye... ¿Qué buscas?

BECKET: (Sonriente. Saca un peine de un estuche.)
El peine. (Peina al Rey.) La razón está en que vuestras tierras no han sido ocupadas desde hace cien años, y todo se olvida.

EL REY:
Si tú hubieras sido pobre, no olvidarías.

BECKET:
Quizá, pero soy rico. ¿Sabéis que me ha llegado de Florencia una vajilla de oro? ¿Me haréis el honor de venir a comer en ella el día que la use por primera vez?

EL REY:
¿Una vajilla de oro? ¡Qué locura!

BECKET:
Lanzo la moda.

EL REY:
Yo soy tu Rey, y como en vajilla de plata.

BECKET:
Vos tenéis otras cargas más pesadas. Yo no tengo más cargas que las del placer. Me han enviado también dos tenedores.

EL REY: (Sorprendidísimo.)
¿Qué es eso?

BECKET:
Unos pequeños instrumentos diabólicos de forma y de uso. Sirven para pinchar la carne y llevarla a la boca. De esa manera no se ensucian los dedos.

EL REY:
Pero se ensuciarán los tenedores.

BECKET:
Se lavan.

EL REY:
Los dedos, también. No veo la utilidad...

BECKET:
Ninguna práctica, conforme;  pero es refinado, sutil...

EL REY: (De pronto, entusiasmado.)
¡Encárgame una docena! Estoy deseando ver las caras que pondrán mis barones en el primer banquete de la corte. Oye, oye... No les diremos para qué uso están destinados.

BECKET: (Ríe también.)
¡Pues no lo adivinarán!

EL REY: (Sigue riendo.)
Ya verás, ya verás... Nos vamos a divertir...

BECKET:
Príncipe mío, es hora de acudir al consejo.
(Salen riendo. Los soldados se llevan la cama. Empujan una mesa, unos escabeles. Los consejeros entran. Son el Arzobispo, el Obispo de York, Georges Filliot, Obispo de Londres. Y otros prelados. El Rey y Becket entran. Continúan riendo. El Rey, cariñosamente, pasa un brazo por encima de los hombros de Becket. Se sienta en un sillón.)

EL REY:
Señores: se abre el consejo. Os he reunido para tratar sobre esa incomprensible negativa del clero a pagar el impuesto de ausencia... Quiero saber quién gobierna el reino: la Iglesia... (El Arzobispo hace un gesto.) En seguida, señor Arzobispo. La Iglesia o yo. Bien, pero antes de entrar en el fondo de la discusión, quiero daros una buena nueva. He tomado la decisión de restablecer el puesto de Canciller de Inglaterra y Guardián del sello de los tres leones, y concedérselo a mi leal servidor y súbdito Tomás Becket. (Becket no puede evitarlo y, sorprendidísimo, se pone bruscamente en pie. El Rey, bromeando.) ¿Qué te ocurre, Becket? ¿Una necesidad imperiosa? No me extraña. Anoche bebimos mucho. Puedes salir. (Le mira divertido. Becket no se mueve.) Por fin he logrado sorprenderte con algo, ¿eh?

BECKET: (Se arrodilla ante él.)
Príncipe mío, el título que me habéis concedido es una muestra de confianza de la cual temo no ser digno. Soy demasiado joven para un cargo que...

EL REY:
¿Es que yo soy viejo? Eres joven, conforme, pero has estudiado mucho y sabes más que todos nosotros juntos, incluyendo al Arzobispo. (El Arzobispo hace un gesto.) En cuanto a su vida y costumbres, monseñores: bebe, sí, bebe...; le gusta divertirse, pero piensa todo el tiempo. A veces me molesta sentir cómo piensa a mi lado. Levántate, Tomás. Yo no tomaba una decisión, no movía un dedo sin tu consejo, era un secreto; desde este momento será público. (Estalla en risas. Saca algo del bolsillo y se lo alarga a Becket.) Toma: el sello con los tres leones. Ese sello es Inglaterra. Si lo perdieras, Inglaterra dejaría de existir y tendríamos que volvernos a Normandía. No lo pierdas... Ahora, ¡a trabajar!

ARZOBISPO: (Se levanta todo sonrisas, después de reponerse de la sorpresa.)
Permítaseme, con la venia de mi Príncipe, saludar a nuestro joven y sabio diácono, ya que yo fui el primero en haberme fijado en su talento. La presencia en este consejo, con el título preponderante de Canciller de Inglaterra, de uno de los nuestros —pues en cierto modo es nuestro hijo espiritual— es un premio para la Iglesia de este país. Una nueva era de comprensión mutua se avecina, entre los normandos que ocupan nuestra isla, y de los cuales sois el Rey, y nosotros los sajones; un espíritu de colaboración y de...

EL REY:
Etcétera, etcétera, etcétera. Gracias, Arzobispo. Estaba seguro de Que mi nombramiento os haría feliz, pero no contéis con Becket para que os ayude a resolver vuestros problemas. ¡Es mío! Y no le dejaré ir de mi lado. (Se vuelve a Becket.) Olvidé que eras diácono.

BECKET:
Yo también, Príncipe mío.

EL REY:
No te voy a hablar de las mujeres, que son pecado venial; pero para ser del clero, manejas la espada con mucha desenvoltura. ¿No prohíbe la Iglesia el derramamiento de sangre?

ARZOBISPO:
Nuestro joven Canciller es sólo diácono. No ha pronunciado aún sus votos. La iglesia es sabia y no ignora que es preferible que la juventud se pase y que después, con el pretexto de una guerra santa...

EL REY:
Todas las guerras son santas, señor Arzobispo. Os desafío a que encontréis un beligerante que no crea tener el cielo de su parte. Pero volvamos al asunto que nos ha reunido aquí. Nuestras costumbres exigen que pague un impuesto en plata todo aquel que posea tierras suficientes para mantener un hombre en armas.

ARZOBISPO:
Permitidme una objeción.

EL REY:
Objetad lo que queráis. Yo abro mi escarcela y espero.

(Se echa hacia atrás.)

ARZOBISPO:
Un súbdito cualquiera no debe negarse a cumplir sus deberes con el Reino. Conforme. Debe pagar el impuesto. Nadie lo discutiría.

EL REY:
Sobre todo el clero.

ARZOBISPO:
En cambio, la única forma con la que el clero puede ayudar al Reino es asistiendo al Príncipe en sus rezos, en sus obras de caridad y educación. Nos mereceríamos un impuesto semejante si nos negásemos a cumplir con nuestra obligación, que es rezar. ¿Nos hemos negado a rezar alguna vez?

EL REY: (Golpea la mesa con el puño.)
¿Creéis que voy a resignarme a perder dos tercios de mis impuestos con argucias semejantes? ¡Pagad! No me convenceréis de lo contrario. (A Becket.) Y tú... Habla, Canciller; parece que los honores te han mutilado la lengua.

BECKET:
Una respetuosa objeción, con vuestra venia, señor Arzobispo.

EL REY: (Entre dientes.)
Respetuosa, muy bien; pero firme. Eres el Canciller.

BECKET: (Sereno y sin mucha fuerza.)
Inglaterra es un navío.

EL REY: (Entusiasmado.)
¡Qué frase! La usaré en otra ocasión. ¡Qué frase!

BECKET:
En los peligros del mar, el instinto de conservación de los hombres hace admitir como necesario un solo dueño a bordo. Las tripulaciones revolucionadas que ahogan en el mar a su capitán, terminan siempre, después de unos días de anarquía, confiándose en cuerpo y alma a uno de los suyos, que les gobierna con mucha más dureza que el pobre capitán que tiraron por la borda.

ARZOBISPO:
Señor Canciller, no existe más que una sola fórmula. El capitán es el único dueño a bordo. ¡Después de Dios! (Grita con una voz que no adivinamos salir de su frágil cuerpo.) ¡Después de Dios!

(Se santigua. Los Obispos le imitan. Un viento de excomunión azota el consejo. El Rey, impresionado, se santigua y dice entre dientes.)

EL REY:
Nadie intenta poner en duda la autoridad de Dios.

BECKET: (Es el único que ha permanecido sereno y dueño de la situación.)
Dios guía el navío inspirando las decisiones del capitán; pero jamás he oído decir que comunicó directamente sus consignas al timonel.

(Gilbert Filliot, Obispo de Londres, se levanta.)

GILBERT:
Nuestro joven Canciller es sólo un diácono, pero los años que ha vivido entre el mundanal ruido no le habrán hecho olvidar que Dios dicta sus decisiones a los hombres a través de la Iglesia militante y por intercesión de nuestro Santo Padre.

EL REY:
No empleéis grandes frases, señor Obispo, con las que, en el fondo, estamos de acuerdo. Necesito dinero para mi guerra. ¡Dinero! La Iglesia, ¿me lo quiere dar o no?

ARZOBISPO: (Prudente.)
La Iglesia de Inglaterra siempre admitió como un deber ayudar a su Príncipe.

EL REY:
Eso son palabras. Quiero hechos. Y no me gusta el pasado; sólo me gusta el presente y el futuro. ¿Daréis ese dinero? ¿Sí o no?

ARZOBISPO:
Yo estoy aquí para defender los privilegios que vuestro antepasado Guillermo concedió a la Iglesia. ¿Seréis capaz de alterar su obra?

EL REY:
Que mi antepasado Guillermo descanse en paz. En donde está no necesita dinero; pero, desgraciadamente, donde estoy yo, aquí en la tierra, sí lo necesito. Estoy reclutando tropas, señor Arzobispo. Quince mil lansquenetes alemanes y tres mil suizos para combatir al Rey de Francia. Id a pagar a los suizos con razonamientos y con que si mi antepasado decretó esto o lo otro.





Becket / Peter Glenville





AÑO 1964 
DURACIÓN 148 min.
PAÍS [Reino Unido] 
DIRECTOR Peter Glenville
GUIÓN Edward Anhalt (Obra: Jean Anouilh)
MÚSICA Laurence Rosenthal
FOTOGRAFÍA Geoffrey Unsworth
REPARTO Richard Burton, Peter O'Toole, John Gielgud, Donald Wolfit, Martita Hunt, Pamela Brown, Siân Phillips, Felix Aylmer, Gino Cervi, Paolo Stoppa, David Weston
PRODUCTORA Coproducción GB-USA
1 Oscar: Mejor guión adaptado. 12 nominaciones
SINOPSIS. Siglo XII, Inglaterra. Enrique II obliga al clero a pagar tributos para defender su reino. El enfrentamiento que esto causa obliga al rey a tomar una solución drástica que cree ingeniosa: nombrar a su sirviente y guardasellos real Tomas Becket como arzobispo de Canterbury, creyendo que así la Iglesia no le daría tantos problemas. Sin embargo, Becket se toma muy en serio su papel.... (Filmaffinity)

Crítica: Filmaffinity









Reflejos en un ojo dorado (1967)








Reflejos en un ojo dorado
John Huston
Carson McCullers

Un puesto militar en tiempo de paz es un lugar monótono. Pueden ocurrir algunas cosas, pero se repiten una y otra vez. El mismo plano de un campamento contribuye a dar una impresión de monotonía. Cuarteles enormes de cemento, filas de casitas de los oficiales, cuidadas e idénticas, el gimnasio, la capilla, el campo de golf, las piscinas... todo está proyectado ciñéndose a un patrón más bien rígido. Pero quizá sean las causas principales del tedio de un puesto militar el aislamiento y un exceso de ocio y seguridad; ya que si un hombre entra en el ejército sólo se espera de él que siga los talones que le preceden.
Y a veces pasan también en una guarnición ciertas cosas que no deben volver a ocurrir. Hay en el Sur un fuerte donde, hace pocos años, se cometió un asesinato. Los participantes en esta tragedia fueron: dos oficiales, un soldado, dos mujeres, un filipino y un caballo.
El soldado de este lance se llama Ellgee Williams. Se le veía a menudo al caer la tarde, sentado, solo, en uno de los bancos que bordeaban el paseo con los cuarteles. Era un lugar agradable, con dos largas hileras de arces jóvenes que cubrían el césped y el paseo de sombras frescas, delicadas, movidas por el viento.
En primavera, las hojas de los árboles eran de un verde luminoso que, al llegar los meses de calor, tomaban un matiz más oscuro, sosegado. Al final del otoño eran de un oro encendido. Allí solía sentarse el soldado Williams esperando la llamada al rancho de la tarde. Era un soldado joven y silencioso, y en el cuartel no tenía amigos ni enemigos. A su cara redonda y curtida por el sol asomaba cierto aire de vigilante inocencia. Sus labios eran llenos y rojos, y los mechones de su pelo caían castaños y lacios sobre su frente. En sus ojos, que tenían una singular mezcla de tonos castaños y ambarinos, había una expresión muda que suele encontrarse en los ojos de los animales.
A primera vista, el soldado Williams parecía un tanto macizo y torpe; pero esta impresión era falsa: se movía con el silencio y la agilidad de una criatura salvaje o de un ladrón. Muchas veces, un soldado que creía estar solo se sobresaltaba al verle aparecer a su lado como si surgiera de la nada. Tenía manos pequeñas, de huesos delicados y muy fuertes.
El soldado Williams no fumaba, ni bebía, ni iba con mujeres, ni jugaba. En el cuartel acostumbraba estar solo, y los demás hombres le consideraban como algo misterioso. El soldado Williams pasaba la mayor parte de su tiempo libre en el bosque que rodeaba el campamento. La zona acotada, de quince millas cuadradas, era un terreno agreste, sin roturar. Había allí gigantescos pinos silvestres, muchas variedades de flores y hasta animales esquivos como ciervos, jabalíes y zorros. El soldado Williams no practicaba ninguno de los deportes que se ofrecían a la tropa, fuera de la equitación. Nadie le había visto nunca en el gimnasio ni en la piscina; tampoco le habían visto reír o enfadarse o sufrir de un modo o de otro. Hacía tres comidas sanas y abundantes al día y nunca se quejaba del rancho, como los otros soldados. Dormía en una sala donde había dos largas filas con unas tres docenas de catres. No era un dormitorio silencioso: por las noches, al apagarse las luces, se oían ronquidos, blasfemias y los gritos ahogados de las pesadillas. Pero el soldado Williams descansaba tranquilamente; tan sólo llegaba a veces de su catre el crujido furtivo de papeles de caramelos.
Cuando el soldado Williams llevaba dos años en el ejército fue enviado un día al alojamiento de cierto capitán Penderton. La cosa ocurrió así: durante los últimos seis meses el soldado Williams había estado destinado a las cuadras porque tenía muy buena mano para los caballos. El capitán Penderton telefoneó un día al brigada y por casualidad, ya que muchos caballos habían salido de maniobras y había poco trabajo en las cuadras, escogieron al soldado Williams para aquella faena. Era un trabajo sencillo: el capitán Penderton quería que talasen una parte pequeña del bosque detrás de su casa para dar fiestas al aire libre una vez se instalase una parrilla. Esta tarea vendría a ocupar toda la jornada.
El soldado Williams se puso al trabajo hacia las siete y media de la mañana. Era un día suave y soleado de octubre. El soldado sabía ya dónde vivía el capitán, porque había pasado muchas veces delante de su casa cuando iba a pasear al bosque. También conocía de vista al capitán; en realidad, una vez le había ofendido involuntariamente: hacía año y medio que el soldado Williams había servido unas semanas como ordenanza del teniente que estaba al mando de su compañía. Una tarde el teniente recibió la visita del capitán Penderton, y mientras les servía a la mesa, el soldado Williams había dejado caer una taza de café sobre los pantalones del capitán. Y además, ahora le veía con frecuencia en las cuadras, y tenía a su cargo el caballo de la mujer del capitán, un caballo entero, alazán, que era, con mucho, el caballo más hermoso del puesto.
El capitán vivía en el extremo del campamento. Su casa, un edificio revocado de dos pisos y ocho habitaciones, era idéntica a las otras casas de la calle, y sólo se distinguía por ser la última de la fila. Por dos de los lados, el jardín se unía al bosque del puesto. A la derecha, el capitán tenía como único vecino al comandante Morris Langdon. Las casas de esta calle daban sobre una pradera amplia y llana, que hasta hacía poco tiempo había servido de campo de polo.
Cuando llegó el soldado Williams, el capitán salió para explicarle con detalle lo que quería que hiciera. Había que limpiar el terreno de carrascas y zarzas, y cortar de los árboles grandes las ramas que estuvieran a menos de seis pies de altura. El capitán señaló, como límite del terreno que había que despejar, un roble grande y viejo que estaba a unas veinte yardas de la casa. El capitán llevaba una sortija de oro en una de sus manos blancas y fofas. Aquella mañana iba vestido con shorts de color caqui, que le llegaban a las rodillas, calcetines altos de lana y chaqueta de ante. Su cara era afilada y tensa. Tenía el pelo negro y los ojos de un azul vidrioso. El capitán no mostró reconocer al soldado Williams y le dio las órdenes de un modo nervioso, puntilloso. Dijo al soldado Williams que quería que el trabajo estuviera terminado aquel día y que volvería a última hora de la tarde.
El soldado trabajó sin parar toda la mañana. A mediodía fue al comedor para el rancho y hacia las cuatro había terminado su faena. Incluso había hecho más de lo que el capitán ordenara. El roble grande que marcaba el límite tenía una forma poco corriente: las ramas del lado de la pradera eran bastante altas como para dejar paso, mientras que las del lado opuesto caían suavemente hasta el suelo. El soldado, con gran trabajo, había cortado aquellas ramas colgantes. Entonces, cuando terminó del todo, se apoyó en el tronco de un pino, esperando. Parecía estar en paz consigo mismo y muy satisfecho de poder esperar allí eternamente.
—Eh, ¿qué haces aquí? —le preguntó una voz de pronto.
El soldado había visto a la mujer del capitán salir de la puerta posterior de la casa y caminar hacia él a través de la pradera. La vio, pero la mujer no había penetrado en la oscura esfera de su conciencia hasta que le habló.
—Acabo de bajar a las cuadras —dijo la señora Penderton—. Han coceado a mi Firebird.
—Sí, señora —respondió el soldado vagamente. Esperó un momento para digerir el sentido de sus palabras.
— ¿Cómo ha sido? — preguntó luego.
—Yo qué sé. Puede que haya sido una condenada muía o que lo hayan dejado entrar con las yeguas. Me sacó de quicio y pregunté por ti.
La mujer del capitán se echó en una hamaca que estaba colgada entre dos árboles al borde del prado. Incluso con la ropa que llevaba en aquel momento (botas, pantalones de montar sucios y muy gastados en las rodillas y un jersey gris) era una mujer hermosa. Su rostro tenía la incierta placidez de un rostro de Madona, y llevaba el pelo castaño y liso recogido en un moño sobre la nuca. Mientras estaba allí descansando salió la criada, una negra joven, llevando una bandeja con una botella de whisky, un vaso grande y agua. La señora Penderton no hacía remilgos al alcohol; se bebió dos vasos de whisky seguidos y luego un trago de agua fría. No volvió a hablar al soldado y él no le hizo más preguntas a propósito del caballo, ni pareció darse cuenta de la presencia de la mujer; estaba otra vez apoyado en su pino, mirando fijamente al espacio.
El último sol del otoño cubría con una neblina luminosa la hierba húmeda del prado y en el bosque se abría paso por los lugares donde la hojarasca ya no era tan densa y dibujaba violentas manchas de oro en el suelo.
Luego, de pronto, el sol se puso. El aire se estremeció, y empezó a soplar una brisa ligera y pura. Era la hora de la retreta. Llegó desde lejos el sonido de la corneta, aclarado por la distancia, y resonó en el bosque con un tono hueco, perdido. Pronto sería de noche.  (Fragmento)



Reflections in a Golden Eye / John Huston



AÑO 1967
DURACIÓN 108 min.
PAÍS Estados Unidos
DIRECTOR John Huston
GUIÓN Gladys Hill, Chapman Mortimer, Francis Ford Coppola (Novela: Carson McCullers)
MÚSICA Toshiro Mayuzumi
FOTOGRAFÍA Aldo Tonti
REPARTO Elizabeth Taylor, Marlon Brando, Brian Keith, Julie Harris, Robert Forster
PRODUCTORA Warner Bros. Pictures / Seven Arts
GÉNERO Drama | Ejército. Homosexualidad
SINOPSIS  La acción transcurre en un fuerte militar situado en Georgia. Junto al cuartel viven los altos mandos entre los que están el comandante Penderton y su esposa Leonor. El matrimonio no se lleva bien, y la mujer engaña a su marido con el coronel Langdon. Mientras, el comandante intenta superar la situación impartiendo clases en la academia. (Filmaffinity)

Critica Filmaffinity