El paciente inglés (1996)











































El paciente inglés

Film de Anthony Minghella

Novela de Michael Ondaatje


I

LA VILLA

Se puso de pie en el jardín en el que había estado trabajando y miró a lo lejos. Había notado un cambio en el tiempo. Se había vuelto a levantar viento, voluta sonora en el aire, y los altos cipreses oscilaban. Se volvió y subió la cuesta hacia la casa, trepó una pared baja y sintió las primeras gotas de lluvia en sus desnudos brazos. Cruzó el pórtico y entró rápida en la casa.

No se detuvo en la cocina, sino que la cruzó y subió la escalera, a obscuras, y después continuó por el largo pasillo, a cuyo final se proyectaba la luz que pasaba por una puerta abierta.

Giró y entró en la habitación, otro jardín, de árboles y parras esta vez, pintado en sus paredes y techo. El hombre yacía en la cama con el cuerpo expuesto a la brisa y, al oírla entrar, volvió ligeramente la cabeza hacia ella.

Cada cuatro días le lavaba su negro cuerpo, comenzando por los destrozados pies. Mojaba una manopla y, manteniéndola en el aire, la estrujaba para que el agua le cayera en los tobillos. Al oírlo murmurar, alzó la vista y vio su sonrisa. Por encima de las espinillas, las quemaduras eran más graves, más que violáceas, hasta el hueso.

Llevaba meses cuidándolo y conocía el cuerpo bien: el pene, dormido como un hipocampo; las caderas, estrechas y duras. Los huesos de Cristo, pensó. Era su santo desesperado. Yacía boca arriba, sin almohadón, mirando el follaje pintado en el techo, su baldaquín de ramas y, encima, cielo azul.

Le puso tiras de calamina en el pecho, en los puntos en que estaba menos quemado, en que podía tocarlo. Le gustaba la cavidad bajo la última vértebra, su farallón de piel. Al llegar a los hombros, le soplaba aire fresco en el cuello y él murmuraba algo.

¿Qué?, preguntó ella, tras perder la concentración.

Cuando él giró su obscura cara de ojos grises hacia ella, se metió la mano en el bolsillo. Peló la ciruela con los dientes, sacó el hueso y le introdujo la pulpa en la boca.

Él volvió a murmurar y atrajo el atento corazón de la joven enfermera, que estaba a su lado, hasta sus pensamientos, hasta el pozo de recuerdos en el que no había cesado de sumergirse durante los meses anteriores a su muerte.


El hombre recitaba con voz queda historias que pasaban de un plano a otro del cuarto como un halcón. Se despertaba en el cenador pintado que lo envolvía con su profusión de flores inclinadas, brazos de grandes árboles. Recordaba giras, recordaba a una mujer que besaba partes de su cuerpo ahora quemadas y de color berenjena.

He pasado semanas en el desierto sin acordarme de mirar la luna, como un hombre casado puede pasar días sin mirar la cara de su esposa. No es que peque por omisión, sino que está absorto en otra cosa.

Sus ojos se clavaron en el rostro de la joven. Si ésta apartaba la cabeza, la mirada de él se proyectaba ante ella en la pared. La joven se inclinó. ¿Cómo te quemaste?

Estaba avanzada la tarde. Sus manos jugaban con la sábana, la acariciaban con el dorso de los dedos.

Caí en el desierto, envuelto en llamas.

Encontraron mi cuerpo, me hicieron una balsa con ramitas y me arrastraron por el desierto. Estábamos en el mar de Arena y de vez en cuando cruzábamos lechos de ríos secos. Nómadas, verdad, beduinos. Caí al suelo y la propia arena ardió. Me vieron salir desnudo del aparato, con el casco puesto y en llamas. Me ataron a un soporte, una armadura como de barca, y oía los pesados pasos de los que me llevaban corriendo. Había perturbado la parsimonia del desierto.

Los beduinos conocían el fuego. Conocían los aviones que desde 1939 caían del cielo. Algunos de sus utensilios y herramientas estaban hechos con el metal de aviones estrellados y tanques despedazados. Era la época de la guerra en el cielo. Sabían reconocer el zumbido de un avión tocado, sabían abrirse paso entre semejantes restos de naufragio. Un pequeño perno de cabina se convertía en una joya. Tal vez fuera yo el primero que salió vivo de un aparato en llamas. Un hombre con la cabeza ardiendo. No sabían cómo me llamaba y yo no conocía su tribu.

¿Quién eres?

No lo sé. No dejas de preguntármelo.

Dijiste que eras inglés.


Por la noche nunca estaba lo bastante cansado para dormir. Ella le leía pasajes de cualquier libro que encontrara en la biblioteca del piso inferior. La vela parpadeaba en la página y en el rostro de la joven enfermera y apenas dejaba ver los árboles y el panorama que decoraba las paredes. Él la escuchaba y absorbía sus palabras, como si fueran agua.

Si hacía frío, se metía con cuidado en la cama y se tumbaba a su lado. No podía descansar peso alguno sobre él, ni siquiera su fina muñeca, sin hacerle daño.

A veces, a las dos de la madrugada, aún estaba despierto y mantenía los ojos abiertos en la obscuridad.

Había olido el oasis antes de verlo: la humedad en el aire. Los murmurios de cosas: las palmeras y las bridas. Los ruidos de latas cuya intensidad revelaba que iban llenas de agua.

Vertieron aceite en grandes trozos de tela suave y se los colocaron encima. Estaba ungido.

Sentía la presencia del hombre que permanecía siempre junto a él y en silencio, el olor de su aliento, cuando, cada veinticuatro horas, se inclinaba, a la caída de la noche, para quitarle las telas y examinar su piel en la obscuridad.

Sin las telas, volvía a ser el hombre desnudo junto al aeroplano en llamas. Lo cubrían con capas de fieltro gris. ¿A qué gran nación pertenecerían quienes lo habían encontrado? ¿Qué país era el que había dado con dátiles tan blandos para que el hombre que tenía a su lado los mascase y después los pasara de su boca a la suya? Durante el tiempo que vivió con ellos no consiguió recordar de dónde era. Igual podría haber sido el enemigo contra el que había estado combatiendo desde el aire.

Más adelante, en el hospital de Pisa, le pareció ver junto a él el rostro que había acudido todas las noches a mascar y ablandar los dátiles e introducírselos en la boca.

Aquellas noches carecían de color, de palabras o canciones. Cuando permanecía despierto, los beduinos guardaban silencio. Estaba en un altar en forma de hamaca y con vanidad se imaginaba a centenares de ellos en torno a él, pero podían haber sido sólo dos los que lo habían encontrado y le habían quitado de la cabeza el casco con llamas en forma de astas. A esos dos sólo los conocía por el sabor de la saliva que acompañaba el dátil o por el sonido de sus pies al correr." (Fragmento)


Michael Ondaatje, El paciente inglés



The English Patient / Anthony Minghella



Año: 1996

Duración:162 min.

País: Reino Unido

Director: Anthony Minghella

Guión. Anthony Minghella (Novela: Michael Ondaatje)

Música. Gabriel Yared

Fotografía: John Seale

Reparto: Ralph Fiennes, Kristin Scott Thomas, Juliette Binoche, Willem Dafoe, Naveen Andrews, Colin Firth, Julian Wadham, Kevin Whately, Clive Merrison, Nino Castelnuovo, Hichem Rostom, Peter Ruhring, Geordie Johnson, Torri Higginson, Jürgen Prochnow

Productora: Miramax International / Saul Zaentz production

Género y crítica: Melodrama romántico. Aventuras. África

1996:9 Oscar: película, director, actriz secundaria (Juliette Binoche), banda sonora, montaje, fotografía, guión adaptado, dirección artística, sonido. 12 Nominaciones

Sinopsis: Finales de la Segunda Guerra Mundial. Un hombre herido viaja en una caravana por una carretera de Italia, pero su estado es tan grave que se tiene que quedar en un semidestruido monasterio deshabitado, atendido únicamente por Hana, una enfermera canadiense. Su cuerpo está totalmente quemado a consecuencia de un accidente sufrido en África, pero todavía tiene tiempo para contarle la trágica historia de su vida, cuando trabajó como espía alemán... (Filmaffinity)


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La naranja mecánica (1971)



La naranja mecánica
Novela de Anthony Burgess
Film de Stanley Kubrick


La naranja mecánica exprimida de nuevo

Publiqué la novela A Clockwork Orange en 1962, lapso que debería haber bastado para borrarla de la memoria literaria del mundo. Sin embargo se resiste a ser borrada, y de esto la versión cinematográfica de Stanley Kubrick es la principal responsable. De buena gana la repudiaría por diferentes razones, pero eso no está permitido. Recibo cartas de estudiantes que tratan de escribir tesis sobre la novela, o peticiones de dramaturgos japoneses para convertirla en una suerte de obra de teatro noh. Así pues, es altamente probable que sobreviva, mientras que otras obras mías que valoro más muerden el polvo. Esta no es una experiencia inusual para los artistas. Rachmaninoff solía lamentarse de que se le conociera principalmente por un Preludio en Do menor sostenido que compuso en la adolescencia, mientras que sus obras de madurez no entraban nunca en los programas. Los niños afilan sus dientes pianísticos en un Minueto en Sol que Beethoven compuso sólo para poder detestarlo. Tendré que seguir viviendo con La naranja mecánica, y eso significa que me liga a ella un cierto deber de autor. Tengo un deber muy especial hacia ella en los Estados Unidos, y será mejor que explique en qué consiste.

Expondré la situación sin rodeos. La naranja mecánica nunca ha sido publicada completa en Norteamérica. El libro que escribí está dividido en tres partes de siete capítulos cada una. Recurra a su calculadora de bolsillo y descubrirá que eso hace un total de veintiún capítulos. 21 es el símbolo de la madurez humana, o lo era, puesto que a los 21 tenías derecho a votar y asumías las responsabilidades de un adulto. Fuera cual fuese su simbología, el caso es que 21 fue el número con el que empecé. A los novelistas de mi cuerda les interesa la llamada numerología, es decir que los números tienen que significar algo para los humanos cuando éstos los utilizan. El número de capítulos nunca es del todo arbitrario. Del mismo modo que un compositor musical trabaja a partir de una vaga imagen de magnitud y duración, el novelista parte con una imagen de extensión, y esa imagen se expresa en el número de partes y capítulos en los que se dispondrá la obra. Esos veintiún capítulos eran importantes para mí.

Pero no lo eran para mi editor de Nueva York. El libro que publicó sólo tenía veinte capítulos. Insistió en eliminar el veintiuno. Naturalmente, yo podía haberme opuesto y llevar mi libro a otra parte, pero se consideraba que él estaba siendo caritativo al aceptar mi trabajo y que cualquier otro editor de Nueva York o Boston rechazaría el manuscrito sin contemplaciones. En 1961 necesitaba dinero, aun la miseria que me ofrecían como anticipo, y si la condición para que aceptasen el libro significaba también su truncamiento, que así fuera. Por tanto hay una profunda diferencia entre La naranja mecánica que es conocida en Gran Bretaña y el volumen algo más delgado que lleva el mismo título en los Estados Unidos de América.

Sigamos adelante. El resto del mundo recibió sus ejemplares a través de Gran Bretaña, y por eso la mayoría de las versiones (ciertamente las traducciones francesa, italiana, rusa, hebrea, rumana y alemana) tienen los veintiún capítulos originales. Ahora bien, cuando Stanley Kubrick rodó su película, aunque lo hizo en Inglaterra, siguió la versión norteamericana, y al público fuera de los Estados Unidos le pareció que la historia acababa algo prematuramente. No es que los espectadores exigieran la devolución de su dinero, pero se preguntaban por qué Kubrick había suprimido el desenlace. Muchos me escribieron a propósito de eso; la verdad es que me he pasado buena parte de mi vida haciendo declaraciones xerográficas, de intención y de frustración de intención, mientras que Kubrick y mi editor de Nueva York gozaban tranquilamente de la recompensa por su mala conducta. La vida, por supuesto, es terrible.
¿Oué ocurría en ese vigésimo primer capítulo? Ahora tienen la oportunidad de averiguarlo. En resumen, mi joven criminal protagonista crece unos años. La violencia acaba por aburrirlo y reconoce que es mejor emplear la energía humana en la creación que en la destrucción. La violencia sin sentido es una prerrogativa de la juventud; rebosa energía pero le falta talento constructivo. Su dinamismo se ve forzado a manifestarse destrozando cabinas telefónicas, descarrilando trenes, robando coches y luego estrellándolos y, por supuesto, en la mucho más satisfactoria actividad de destruir seres humanos. Sin embargo, llega un momento en que la violencia se convierte en algo juvenil y aburrido. Es la réplica de los estúpidos y los ignorantes. Mi joven rufián siente de pronto, como una revelación, la necesidad de hacer algo en la vida, casarse, engendrar hijos, mantener la naranja del mundo girando en las rucas de Bogo, o manos de Dios, y quizás incluso crear algo, música por ejemplo. Después de todo Mozart y Mendelssohn compusieron una música celestial en la adolescencia o nadsat, mientras que lo único que hacía mi héroe era rasrecear y el viejo unodós-unodós. Es con una especie de vergüenza que este joven que está creciendo mira ese pasado de destrucción. Desea un futuro distinto.

En el vigésimo capítulo no hay ningún indicio de este cambio. El chico es condicionado y luego descondicionado y contempla con júbilo la recuperación de una voluntad libre y violenta. «Sí, yo ya estaba curado», dice, y así concluyen el libro norteamericano y la película. El capítulo veintiuno concede a la novela una cualidad de ficción genuina, un arte asentado sobre el principio de que los seres humanos cambian. De hecho, no tiene demasiado sentido escribir una novela a menos que pueda mostrarse la posibilidad de una transformación moral o un aumento de sabiduría que opera en el personaje o personajes principales. Incluso los malos bestsellers muestran a la gente cambiando. Cuando una obra de ficción no consigue mostrar el cambio, cuando sólo muestra el carácter humano como algo rígido, pétreo, impenitente, abandona el campo de la novela y entra en la fábula o la alegoría. La Naranja norteamericana o de Kubrick es una fábula; la británica o mundial es una novela.

Pero mi editor de Nueva York veía mi vigésimo primer capítulo como una traición. Era muy británico, blando, y mostraba una renuencia pelagiana a aceptar que el ser humano podía ser un modelo de maldad impenitente. Venía a decir que los norteamericanos eran más fuertes que los británicos y no temían enfrentarse a la realidad. Pronto se verían enfrentados a ella en Vietnam. Mi libro era kennediano y aceptaba la noción de progreso moral. Lo que en realidad se quería era un libro nixoniano sin un hilo de optimismo. Dejemos que la maldad se pavonee en la página y hasta la última línea y se ría de todas las creencias heredadas, judía, cristiana, musulmana o cualquier otra, y de que los humanos pueden llegar a ser mejores. Un libro así sería sensacional, y lo es.

Pero no creo que sea una imagen justa de la vida humana.

Y no lo creo porque, por definición, el ser humano está dotado de libre albedrío, y puede elegir entre el bien y el mal. Si sólo puede actuar bien o sólo puede actuar mal, no será más que una naranja mecánica, lo que quiere decir que en apariencia será un hermoso organismo con color y zumo, pero de hecho no será más que un juguete mecánico al que Dios o el Diablo (o el Todopoderoso Estado, ya que está sustituyéndolos a los dos) le darán cuerda. Es tan inhumano ser totalmente bueno como totalmente malvado. Lo importante es la elección moral. La maldad tiene que existir junto a la bondad para que pueda darse esa elección moral. La vida se sostiene gracias a la enconada oposición de entidades morales. De eso hablan los noticiarios televisivos. Desgraciadamente hay en nosotros tanto pecado original que el mal nos parece atractivo. Destruir es más fácil y mucho más espectacular que crear. Nos gusta morirnos de miedo ante visiones de destrucción cósmica. Sentarse en una habitación oscura y componer la Missa Solemnis o la Anatomía de la melancolía no da pie a titulares ni a flashes informativos. Desgraciadamente mi pequeño libelo atrajo a muchos porque despedía los miasmas del pecado original como un cartón de huevos podridos.

Parece mojigato e ingenuo negar que mi intención al escribir la novela era excitar las peores inclinaciones de mis lectores. Mi saludable herencia de pecado original se exterioriza en el libro y disfruto violando y destruyendo por poderes. Es la cobardía innata del novelista, que delega en personajes imaginarios los pecados que él tiene la prudencia de no cometer. Pero el libro también guarda una lección moral, la tradicional repetición de la importancia de la elección moral. Es precisamente el hecho de que esa lección destaca tanto la que me hace menospreciar a veces La naranja mecánica como una obra demasiado didáctica para ser artística. No es misión del novelista predicar, sino mostrar. Yo he mostrado suficiente, aunque a veces lo oculta la cortina de un idioma inventado; otro aspecto de mi cobardía. El nadsat, una versión rusificada del inglés, fue concebido para amortiguar la cruda respuesta que se espera de la pornografía. Convierte el libro en una aventura lingüística. La gente prefiere la película porque el lenguaje los asusta, y con razón.

No creo tener que recordar a los lectores el significado del título. Las naranjas mecánicas no existen, excepto en el habla de los viejos londinenses. La imagen era extraña, siempre aplicada a cosas extrañas. «Ser más raro que una naranja mecánica» quiere decir que se es extraño hasta el límite de lo extraño. En sus orígenes «raro» [queer] no denotaba homosexualidad, aunque «raro» era también el nombre que se daba a un miembro de la fraternidad invertida. Los europeos que tradujeron el título como Arancia a Orologeria o Orange Mécanique no alcanzaban a comprender su resonancia cockney y alguno pensó que se refería a una granada de mano, una piña explosiva más barata. Yo la uso para referirme a la aplicación de una moralidad mecánica a un organismo vivo que rebosa de jugo y dulzura.

Los lectores del capítulo veintiuno deben decidir por sí mismos si mejora el libro que presumiblemente conocen o realmente se trata de un miembro prescindible. Mi intención era que el libro concluyese de esta manera, pero tal vez mi juicio estético no era correcto. Los escritores raras veces son sus mejores críticos, y tampoco son críticos. Quod scripsi scripsi, dijo Poncio Pilatos cuando hizo a Jesucristo rey de los judíos. «Lo que he escrito, escrito está». Podemos destruir lo que hemos escrito, pero no podemos borrarlo. Con lo que el doctor Johnson llamaba fría indiferencia expondré lo escrito al juicio de ese 0,00000001 de la población norteamericana al que le importan esas cuestiones. Coman esta porción dulce o escúpanla. Son libres.
Anthony Burgess, Noviembre de 1986

Anthony Burgess, La naranja mecánica


A Clockwork Orange de Stanley Kubrik



Año: 1971
Duración: 137 min.
País: Reino Unido
Director: Stanley Kubrik
Guión: Stanley Kubrick (Novela: Anthony Burgess)
Música: Ludwig van Beethoven, Gioacchino Rossini, Edward Elgar, Erika Eigen, Terry Tucker
Fotografía: John Alcott
Reparto: Malcolm McDowell, Patrick Magee, Michael Bates, Adrienne Corry, Warren Clarke, John Clive, Aubrey Morris, Carl Duering, Paul Farrell, Clive Francis, Michael Gover, Miriam Karlin, James Marcus, Geoffrey Quigley, Sheila Raynor, Madge Ryan, Philip Stone
Productora: Warner Bros Pictures / Stanley Kubrick Production
Género: Drama. Violencia
Sinopsis: Gran Bretaña, en un futuro indeterminado. Alex (Malcolm McDowell) es un joven hiperagresivo con dos pasiones: la ultraviolencia y Beethoven. Al frente de su banda, los drugos, los jóvenes descargan sus instintos más violentos pegando, violando y aterrorizando a la población. Cuando esa escalada de terror llega hasta el crimen, Alex es detenido y, en prisión, se someterá voluntariamente a una innovadora experiencia de reeducación que pretende anular drásticamente cualquier atisbo de conducta antisocial... (Filmaffinity)




Las aventuras del barón Münchausen (1988)



Las aventuras del barón Münchausen

Film de Terry Gilliam

Relato de Gottfried A. Burger



PRIMERA AVENTURA POR MAR


El primer viaje que hice en mi vida poco tiempo antes del de Rusia, cuyos episodios principales os acabo de contar, fue un viaje por mar.


Estaba aún en pleito con los gansos, como solía repetirme mi tío, el mayor, y no se sabía aún exactamente si el vello blanco rubio que cubría mi barbilla sería grama o barba, cuando ya eran los viajes mi única poesía y mi aspiración única.


Mi padre había pasado la mayor parte de su juventud viajando, y amenizaba las largas veladas de invierno con la verídica narración de sus numerosas aventuras.


Así pues, puede atribuirse mi afición tanto a propensión natural, como a la influencia del ejemplo paterno.

En resumen, aprovechaba todas las ocasiones que a mi parecer podían suministrarme los medios de satisfacer mi insaciable deseo de correr mundo; pero todos mis esfuerzos eran vanos.


Si por casualidad lograba inclinar un tanto la voluntad de mi padre, mi madre y mi tía forzaban entonces la resistencia con más obcecación, y enseguida perdía las ventajas que con tanto trabajo había adquirido.


En fin, quiso la casualidad que uno de mis parientes maternos fuera a hacernos una visita. Muy en breve fui yo su favorito: decíame con frecuencia que era yo un alegre y gallardo mozo, y que estaba en ánimo de hacer todo lo posible para ayudarme a realizar mis anhelos.


En efecto, su elocuencia fue más persuasiva que la mía, y después de un cambio de exposiciones, réplicas y objeciones, hubo de decidirse, a satisfacción mía, que lo acompañara a Ceilán, donde su tío había sido gobernador por espacio de muchos años.


Partimos de Amsterdam encargados de una importante misión de los Altos Poderes de los Estados de Holanda, y nuestro viaje no ofreció nada de particular, a excepción de una tremenda tempestad a la que debo consagrar algunas palabras en razón de las singulares consecuencias que trajo.


Vino a estallar precisamente en el momento en que estábamos anclados delante de una isla para hacer aguada y leña, y se desencadenó con tal y tanta fuerza, que arrancó y levantó por los aires gran número de árboles; y aunque algunos de ellos pesaran centenares de quintales, la prodigiosa altura a que habían sido elevados los hacía parecer tan pequeños como las aristas que flotan en el aire.


Sin embargo, cuando la tempestad cedió, todos los árboles cayeron en su respectivo y propio sitio y echaron al punto nuevas raíces; de manera que no quedó la menor huella de los estragos causados por los elementos. Sólo el mayor de estos árboles fue una excepción; porque en el momento de ser desarraigado por la violencia de la tempestad, estaban ocupados un hombre y su mujer en coger pepinos, pues en aquella parte del mundo echan los árboles este excelente fruto. El matrimonio hizo su viaje aéreo tan pacientemente como el carnero de Blanchard; pero con su peso modificó la dirección del árbol, que cayó horizontalmente en el suelo.


Ahora bien, el cacique de la isla había abandonado su vivienda, como la mayor parte de sus súbditos, temiendo ser sepultado bajo las ruinas de su palacio. Luego que pasó el huracán volvía a su casa, pasando por su jardín, cuando cayó el árbol precisamente en aquel momento y por fortuna lo aplastó.


—¿Por fortuna decís?


—Sí, por fortuna, digo; porque el cacique aquel, salvo vuestro respeto, era un abominable tirano, y los habitantes de la isla, sin exceptuar sus validos y mancebas, eran por su causa las criaturas más infelices que pudiera haber bajo la capa del cielo. Grandes cantidades de provisiones se pudrían en sus almacenes y graneros, y entretanto el pueblo, de quien las había sacado con mil extorsiones y atropellos, se moría literalmente de hambre.


Su isla no tenía nada que temer del extranjero; a pesar de ello, echaba mano de todos los jóvenes para hacerlos héroes según la ordenanza, y de vez en cuando vendía su colección al vecino que más le ofrecía, para añadir nuevos millones de conchas a los que había heredado de su padre. Se nos dijo que había traído aquel procedimiento inaudito de un viaje que había hecho al norte; aserción que, a pesar de todo nuestro patriotismo, no quisimos refutar, aunque entre aquellos insulares, un viaje al norte pudiera significar así un viaje a las Canarias, como una excursión a Groenlandia; pero teníamos muchas razones para no insistir sobre este punto.


En reconocimiento del gran servicio que aquellos recolectores de pepinos habían prestado a sus compatriotas, se les ensalzó al trono vacante por muerte del cacique. En su viaje por los aires, aquellas pobres gentes debieron llegar tan cerca de la luz del mundo que habían perdido la luz de sus ojos y una porción no pequeña de su luz interior; a pesar de ello, reinaron tan laudablemente que, como supimos más tarde, nadie comía pepinos sin antes exclamar: «Dios salve a nuestros caciques.»

Después de haber reparado nuestro buque, que no sufrió pocas averías en la pasada tempestad, nos despedimos de los nuevos soberanos y nos hicimos a la vela con viento fresco, arribando a Ceilán al cabo de unas seis semanas.


Quince días, poco más o menos, después de nuestro arribo, el hijo mayor del gobernador me propuso ir de caza con él, propuesta que yo acepté de muy buena voluntad. Mi amigo era alto y recio en proporción, y con esto fuerte y avezado al calor del clima; pero yo no tardé mucho en sentirme fatigado, aunque no hubiera hecho gran ejercicio, y me encontré a su espalda rezagado, cuando llegamos al bosque.


Para tomar algún reposo, me disponía a sentarme a orillas de un río, que hacía algún tiempo venía llamando mi atención, cuando se oyó un gran ruido detrás de mí. Volví me súbitamente y quedé como petrificado viendo un descomunal león que se dirigía hacia mí, dándome a entender que deseaba almorzárseme sin pedirme siquiera la venia.


Mi escopeta estaba cargada con perdigones, y yo no tenía ya ni tiempo ni presencia de ánimo para reflexionar largamente; resolví, pues, hacer fuego a la fiera, si no para herirla para espantarla al menos.

Pero en el momento de apuntarle, adivinó sin duda el animal mis malas intenciones, se puso furioso y se lanzó contra mí.


Por instinto, más que por reflexión, procuré entonces una cosa imposible, esto es, huir. Vuélvome con tal propósito, y... ¡todavía me estremezco sólo al recordarlo! Vuélvome y veo a algunos pasos delante de mí un monstruoso cocodrilo que abría ya sus formidables mandíbulas para devorarme.


Imaginaos, pues, el horror de mi situación: por detrás, el león; por delante, el cocodrilo; a la izquierda un río rápido; a la derecha un precipicio, frecuentado, como supe después, por serpientes venenosas.

Aturdido, estupefacto ante tan horroroso como inminente peligro, caí en tierra; y el mismo Hércules, con su maza y todo, hubiera hecho lo mismo.


El único pensamiento que ocupaba ya mi espíritu fue esperar el terrible momento en que sentiría la presión de los dientes del león furioso, o de las mandíbulas del cocodrilo. Pero al cabo de algunos segundos oí un violento y extraño ruido, aunque yo no sintiera ningún dolor.


Levanto furtivamente la cabeza y veo con grata sorpresa que, impelido el león por el mismo arranque con que se había lanzado hacia mí, había penetrado de suyo y sin poderse refrenar en las abiertas fauces del cocodrilo, y en vano se esforzaba por sacar la cabeza de aquella dentada sima.


Levánteme entonces sin perder tiempo, tiré de mi cimitarra y de un tajo le corté al león la cabeza, cuyo cuerpo vino rodando a mis pies. Luego, con la culata de mi escopeta hundí cuanto pude su cabeza en el tragadero del cocodrilo, el cual no tardó mucho en morir atragantado.


Algunos instantes después de esta famosa victoria sobre tan terribles enemigos, llegó mi compañero de caza, alarmado por mi ausencia. Al ver los humeantes despojos de mi combate, me felicitó calurosamente, envidiando mis laureles. Medimos después el cocodrilo y resultó que medía cuarenta pies de París... y siete pulgadas, para mayor exactitud.


Cuando contamos tan extraordinaria aventura al gobernador, envió un carro con suficiente número de hombres a buscar los monstruosos animales. Un peletero del lugar me hizo con la piel del león cierto número de bolsas de tabaco, de que distribuí parte a mis amigos de Ceilán, y de las que me quedaron, regalé después a los burgomaestres de Amsterdam, que quisieron que aceptara a cambio un obsequio de mil ducados.


La piel del cocodrilo fue empajada, según el método ordinario, y figura hoy día con honor en el Museo de Amsterdam, cuyo conserje cuenta mi vida y milagros a los visitantes. Debo advertir, sin embargo, que el buen hombre añade muchos pormenores de su propia invención, que ofenden gravemente la verdad y la verosimilitud.


Dice, por ejemplo, que el león se corrió a toda la longitud del cuerpo del cocodrilo, y que en el momento de salir por la parte opuesta a la de su entrada, el ilustrísimo barón, según tiene la costumbre de llamarme, le cortó la cabeza, cortando a la vez tres pies de cola del fiero cocodrilo.


El cocodrilo, añade el chusco del conserje, profundamente humillado por esta mutilación, se retorció, arrancó la cimitarra de manos del barón, y se la tragó con tal y tanto ahínco, que la hizo pasar por mitad del corazón y murió instantáneamente.


No hay para qué decir, señores, cuánto afecta mi modestia la impudente y gárrula elocuencia del dichoso conserje del Museo de Amsterdam.


En el siglo de escepticismo en que vivimos, las gentes que no me conocen podrían ser inducidas, en virtud de tan groseras mentiras, a poner en duda la verdad de mis aventuras reales y positivas, como hechos estrictamente históricos, cosa que ofende gravemente a un hombre de honor. (Fragmento)


Gottfried A. Burger, Aventuras del barón de Münchhausen (1786)



The Adventures of Baron Münchausen de Terry Gilliam




Año:1988

Duración: 126 min.

País: Reino Unido

Director: Terry Gilliam

Guión: Terry Gilliam & Charles McKeown

Música: Michael Kamen

Fotografía: Giuseppe Rotunno

Reparto: John Neville, Sarah Polley, Eric Idle, Uma Thurman, Robin Williams, Charles McKeown, Winston Dennis, Jack Purvis, Valentina Cortese,. Oliver Reed, Jonathan Pryce, Bill Paterson, Sting.

Productora: Coproducción GB-Alemania; Columbia Pictures

Género: Fantástica

Sinopsis: ¿Quién es el Barón Munchausen?¿Un mentiroso?¿Un bribón?¿Un loco?¿O el más grande superhéroe que luchó y venció en los más disparatados combates?¿Será cierto que cabalgó por el aire en una bala de cañón, que acabó con un dragón de tres cabezas, que viajó a la luna y todo ello antes de desayunar...? (Filmaffinity)


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