Desgracia (2008)



Desgracia

Film de Steve Jacobs

Novela: J.M. Coetzee



Para ser un hombre de su edad, cincuenta y dos años y divorciado, a su juicio ha resuelto bastante bien el problema del sexo. Los jueves por la tarde coge el coche y va hasta Green Point. A las dos en punto toca el timbre de la puerta de Windsor Mansions, da su nombre y entra. En la puerta del número 113 le está esperando Soraya. Pasa directamente hasta el dormitorio, que huele de manera agradable y está tenuemente iluminado, y allí se desnuda. Soraya sale del cuarto de baño, deja caer su bata y se desliza en la cama a su lado.

-¿Me has echado de menos? -pregunta ella.

-Te echo de menos a todas horas -responde. Acaricia su cuerpo moreno como la miel, donde no ha dejado rastro el sol; lo extiende, lo abre, le besa los pechos; hacen el amor.

Soraya es alta y esbelta; tiene el cabello largo y negro, los ojos oscuros, líquidos. Técnicamente, él tiene edad más que suficiente para ser su padre; técnicamente, sin embargo, cualquiera puede ser padre a los doce años. Lleva más de un año en su agenda y en su libro de cuentas; él la encuentra completamente satisfactoria. En el desierto de la semana, el jueves ha pasado a ser un oasis de luxe et volupté.

En la cama, Soraya no es efusiva. Tiene un temperamento más bien apacible, apacible y dócil. Es chocante que en sus opiniones sobre asuntos de interés general tienda a ser moralista. Le parecen ofensivas las turistas que muestran sus pechos («ubres», los llama) en las playas públicas; considera que habría que hacer una redada, capturar a todos los mendigos y vagabundos y ponerlos a trabajar limpiando las calles. Él no le pregunta cómo casan sus opiniones con el trabajo mediante el cual se gana la vida.


Como ella lo complace, como el placer que le da es inagotable, él ha terminado por tomarle afecto. Cree que, hasta cierto punto, ese afecto es recíproco. Puede que el afecto no sea amor, pero al menos es primo hermano de este. Habida cuenta del comienzo tan poco prometedor por el que pasaron, los dos han tenido suerte: él por haberla encontrado, ella por haberlo encontrado a él.

Sus sentimientos, y él lo sabe, son complacientes, incluso conyugales. Sin embargo, no por eso deja de tenerlos.

Por una sesión de hora y media le paga cuatrocientos rands, la mitad de los cuales se los embolsa Acompañantes Discreción. Es una pena, o a él se lo parece, que Acompañantes Discreción, se quede con tanto. Lo cierto es que el número 113 es de su propiedad, como lo son otros pisos de Windsor Mansions; en cierto sentido, también Soraya es de su propiedad, o al menos esa parte de ella, esa función.

Él ha jugueteado con la idea de pedirle que lo reciba en sus horas libres. Le gustaría pasar con ella una velada, tal vez incluso una noche entera. Pero no la mañana siguiente. Sabe demasiado de sí mismo para someterla a la mañana siguiente, al momento en que él se muestre frío, malhumorado, impaciente por estar a solas.

Ese es su temperamento. Su temperamento ya no va a cambiar: es demasiado viejo. Su temperamento ya está cuajado, es inamovible. Primero el cráneo, luego el temperamento: las dos partes más duras del cuerpo.

Sigue el dictado de tu temperamento. No se trata de una filosofía, él no lo dignificaría con ese nombre. Es más bien una regla, como la Regla de los Benedictinos.

Goza de buena salud, tiene la cabeza despejada. Por su profesión es, o mejor dicho, ha sido un erudito, y la erudición todavía ocupa, bien que de manera intermitente, el centro mismo de su ser. Vive de acuerdo con sus ingresos, de acuerdo con su temperamento, de acuerdo con sus medios emocionales. ¿Que si es feliz? Con arreglo a la mayoría de los criterios él diría que sí, cree que lo es. De todos modos, no ha olvidado la última intervención del coro en Edipo rey. No digáis que nadie es feliz hasta que haya muerto.

En el terreno del sexo, aunque intenso, su temperamento nunca ha sido apasionado. Si tuviera que elegir un tótem, sería la serpiente. Los encuentros sexuales entre Soraya y él deben de ser parecidos, imagina, a la cópula de dos serpientes: prolongada, absorta, pero un tanto abstracta, un tanto árida, incluso cuando más acalorada pueda parecer.

¿Será también la serpiente el tótem de Soraya? No cabe duda de que con otros hombres se convertirá en otra mujer: la donna é mobile. En cambio, en el orden puramente temperamental, la afinidad que tiene con él no puede fingirla. Imposible.

Aunque por su profesión es una mujer de vida alegre, él confía en ella, al menos dentro de un orden. Durante sus sesiones él le habla con cierta libertad, y algunas veces incluso llega a desahogarse. Ella conoce a grandes rasgos cómo es su vida. Le ha oído relatar la historia de sus dos matrimonios, le ha oído hablar de su hija, está al corriente de los altibajos de la hija. Sabe cuáles son sus opiniones en muchos terrenos.

De su vida fuera de Windsor Mansions, Soraya no suelta prenda. Soraya no es su verdadero nombre, él de eso está seguro. Hay síntomas de que ha tenido un hijo, puede que varios. Tal vez ni siquiera sea una profesional. Es posible que solo trabaje para la agencia una o dos tardes por semana, y que durante el resto de su existencia lleve una vida respetable en los suburbios, en Rylands o Athlone. Sería insólito en el caso de una musulmana, pero todo es posible en los tiempos que corren.


De su trabajo le cuenta poca cosa: prefiere no aburrirla. Se gana la vida en la Universidad Técnica de Ciudad del Cabo, antes Colegio Universitario de Ciudad del Cabo. Antiguo profesor de lenguas modernas, desde que se fusionaron los departamentos de Lenguas Clásicas y Modernas por la gran reforma llevada a cabo años antes, es profesor adjunto de Comunicaciones. Como el resto del personal que ha pasado por la reforma, tiene permiso para impartir una asignatura especializada por cada curso, sin tener en cuenta el número de alumnos matriculados, pues se considera positivo para la moral del personal. Este año imparte un curso sobre los poetas románticos. Durante el resto de su tiempo da clase de Comunicaciones 101, «Fundamentos de comunicación», y de Comunicaciones 102, «Conocimientos avanzados de comunicación».

Si bien diariamente dedica horas y horas a su nueva disciplina, la premisa elemental de esta, tal como queda enunciada en el manual de Comunicaciones 101, se le antoja absurda: «La sociedad humana ha creado el lenguaje con la finalidad de que podamos comunicarnos unos a otros nuestros pensamientos, sentimientos e intenciones». Su opinión, por más que no la airee, es que el origen del habla radica en la canción, y el origen de la canción, en la necesidad de llenar por medio del sonido la inmensidad y el vacío del alma humana.

A lo largo de una trayectoria académica que ya abarca un cuarto de siglo en activo ha publicado tres libros, ninguno de los cuales ha causado gran conmoción, ni tampoco ha recibido siquiera una acogida digna de ser tenida en cuenta: el primero, sobre la ópera (Boito y la leyenda de Fausto: la génesis de Mefistófeles), el segundo sobre la visión como erotismo (La visión de Richard de Saint Victor), el tercero sobre Wordsworth y la historia (Wordsworth y el peso del pasado).

A lo largo de los últimos años ha acariciado la idea de escribir un libro sobre Byron. Al principio pensó que no pasaría de ser sino un libro más, otra obra de crítica. Sin embargo, todos sus empeños por comenzar a escribirlo han terminado arrinconados por el tedio. La verdad es que está hastiado de la crítica, hastiado de la prosa que se mide a tanto el metro. Lo que desea escribir es algo musical: Byron en Italia, una meditación sobre el amor entre los dos sexos en forma de ópera de cámara.

Mientras prepara sus clases de comunicación, revolotean en su cabeza frases, melodías, fragmentos de canciones de esa obra todavía no escrita. Nunca ha sido ni se ha sentido muy profesor; en esta institución del saber tan cambiada y, a su juicio, emasculada, está más fuera de lugar que nunca. Claro que, a esos mismos efectos, también lo están otros colegas de los viejos tiempos, lastrados por una educación de todo punto inapropiada para afrontar las tareas que hoy día se les exige que desempeñen; son clérigos en una época posterior a la religión.

Como no tiene ningún respeto por las materias que imparte, no causa ninguna impresión en sus alumnos. Cuando les habla, lo miran sin verlo; olvidan su nombre. La indiferencia de todos ellos lo indigna más de lo que estaría dispuesto a reconocer. No obstante, cumple al pie de la letra con las obligaciones que tiene para con ellos, con sus padres, con el estado. Mes a mes les encarga trabajos, los recoge, los lee, los devuelve anotados, corrige los errores de puntuación, la ortografía y los usos lingüísticos, cuestiona los puntos flacos de sus argumentaciones y adjunta a cada trabajo una crítica sucinta y considerada, de su puño y letra.

Sigue dedicándose a la enseñanza porque le proporciona un medio para ganarse la vida, pero también porque así aprende la virtud de la humildad, porque así comprende con toda claridad cuál es su lugar en el mundo. No se le escapa la ironía, a saber, que el que va a enseñar aprende la lección más profunda, mientras que quienes van a aprender no aprenden nada. Es uno de los rasgos de su profesión que no comenta con Soraya. Duda que exista una ironía capaz de estar a la altura de la que vive ella en la suya.

En la cocina del piso de Green Point hay un hervidor, tazas de plástico, un bote de café instantáneo, un cuenco lleno de bolsitas de azúcar. En la nevera hay una buena cantidad de botellas de agua mineral. En el cuarto de baño, jabón y una pila de toallas; en el armario, ropa de cama limpia y planchada.

Soraya guarda su maquillaje en un neceser. Es un sitio asignado, nada más: un sitio funcional, limpio, bien organizado.

La primera vez que lo recibió, Soraya llevaba pintalabios de color bermellón y sombra de ojos muy marcada. Como no le gustaba ese maquillaje pegajoso, le pidió que se lo quitara. Ella obedeció; desde entonces, no ha vuelto a maquillarse. Es de esas personas que aprenden rápido, que se acomodan, se amoldan a los deseos ajenos.

A él le agrada hacerle regalos. Por Año Nuevo le regaló un brazalete esmaltado; por el festejo con que concluye el Ramadán, una pequeña garza de malaquita que le llamó la atención en el escaparate de una tienda de regalos. Él disfruta con la alegría de ella, una alegría sin afectación.

Le sorprende que una hora y media por semana en compañía de una mujer le baste para sentirse feliz, a él, que antes creía necesitar una esposa, un hogar, un matrimonio. En fin de cuentas, sus necesidades resultan ser muy sencillas, livianas y pasajeras, como las de una mariposa. No hay emociones, o no hay ninguna salvo las más difíciles de adivinar: un bajo continuo de satisfacción, como el runrún del tráfico que arrulla al habitante de la ciudad hasta que se adormece, o como el silencio de la noche para los habitantes del campo. (Fragmento)


Coetzee, J.M. Desgracia



Disgrace de Steve Jacobs



AÑO 2008

DURACIÓN 120 min

PAÍS Sudáfrica

DIRECTOR Steve Jacobs

GUIÓN Anna Maria Monticelli (Novela: J.M. Coetzee)

MÚSICA Antony Partos

FOTOGRAFÍA Steve Arnold

REPARTO John Malkovich, Jessica Haines, Eriq Ebouaney, Fiona Press, Paula Arundell, Scott Cooper

PRODUCTORA Coproducción Sudáfrica-Australia; Fortissimo Films / Sherman Films / Whitest Pouring Films / Wild Strawberries


Sinopsis:

La vida del profesor David Lune se viene abajo después de un impulsivo romance con una de sus alumnas. Se ve obligado a dejar su puesto en la Universidad de Ciudad del Cabo y huye a la granja de su hija. Sin embargo, una brutal agresión pone a prueba su relación. Dispuesto a todo para no perder el afecto de su hija, la apoya para que acepte su trágico destino y siga en la granja. Poco a poco, la desgracia se convertirá en gracia. (Filmaffinity)

Crítica: Filmaffinity


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Trenes rigurosamente vigilados (1966)




Trenes rigurosamente vigilados

Film de Jirí Menzel

Relato de Bohumil Hrabal


Este año, el año cuarenta y cinco, los alemanes ya no dominaban el espacio aéreo de nuestra ciudad. Y menos aún el de toda la región, el del país. Los ataques de la aviación habían desbaratado las comunicaciones de tal manera que los trenes de la mañana pasaban a mediodía, los de mediodía por la tarde y los de la tarde por la noche, así que a veces sucedía que el tren de la tarde llegaba sin un minuto de diferencia con lo que marcaba el horario, pero eso se debía a que era el tren de pasajeros de la mañana que llevaba cuatro horas de retraso.

Anteayer un caza enemigo ametralló encima de nuestra ciudad a un caza alemán hasta quitarle un ala. Y el fuselaje se incendió y cayó en algún lugar en el campo, pero el ala aquella, al soltarse del fuselaje, arrancó varios puñados de tornillos y tuercas, que cayeron sobre la plaza y les abollaron las cabezas a unas cuantas mujeres. Pero aquella ala planeaba sobre nuestra ciudad, los que podían se quedaban mirándola, hasta que e1 ala, con un movimiento chirriante, se elevó por encima de la misma plaza, donde se juntaron los clientes de los dos restaurantes, y la sombra del ala aquella cruzaba la plaza y la gente atravesaba la plaza corriendo hacia un lado y enseguida corría hacia el lado donde había estado un momento antes, porque el ala no dejaba de moverse como un péndulo enorme, que hacía huir a los ciudadanos en dirección contraria al sitio posible de su caída y mientras tanto emitía un ruido cada vez más fuerte y un sonido silbante. Y entonces dio un giro rápido y cayó en el jardín del decano. Y a los cinco minutos los ciudadanos ya se llevaban el metal y las chapas de aquella ala, para que enseguida, al día siguiente, aparecieran como techos de jaulas de conejos o gallineros; un ciudadano cortó esa misma tarde tiras de aquella chapa y por la noche se hizo en la moto unos hermosos protectores para las piernas. Así desapareció no sólo el ala sino también toda la chapa y las piezas del fuselaje del avión del Reich, que cayó en las afueras de la ciudad, sobre los campos nevados. Yo fui en bicicleta a mirarlo, media hora después de que lo derribaran. Y ya me encontré por el camino con ciudadanos que arrastraban en sus carritos el botín que habían obtenido. Era difícil adivinar para qué les iba a servir. Pero yo seguía en la bicicleta, quería ver aquel aeroplano destrozado, yo no soportaba a la gente que siempre anda buscando algo, ¡qué va, qué voy a andar yo recogiendo o arrancando piezas, trastos! Y por el camino de nieve pisoteada, que conducía ya a aquellas negras ruinas, venía mi padre; llevaba una especie de instrumento musical plateado y sonreía y agitaba aquellas tripas plateadas, una especie de tubitos. Sí, eran tubitos del avión, los tubitos por los que pasaba la gasolina, y hasta la tarde, en casa, no averigüé por qué estaba tan contento papá con aquel botín. Los cortó en trozos del mismo tamaño, les sacó brillo y después puso junto a aquellos sesenta tubitos relucientes su lápiz metálico, al que se sacaba la mina. Mi padre sabía hacer de todo, porque desde los cuarenta y ocho años estaba jubilado. Era maquinista y había conducido locomotoras desde los veinte, así que sus años de servicio valían el doble, pero los ciudadanos se volvían locos de envidia al pensar que mi padre podía vivir aún veinte o treinta años. Y además papá se levantaba aún más temprano que los que iban a trabajar. Por toda la región recogía cualquier cosa, tornillos, herraduras, se llevaba de los depósitos públicos cualquier trasto innecesario y lo almacenaba todo en casa, en el cobertizo y en el desván; una chatarrería parecía nuestra casa. Y cuando alguien decidía prescindir de unos muebles viejos, todo se lo llevaba nuestro padre, así que aunque en casa no éramos más que tres, teníamos cincuenta sillas, siete mesas, nueve canapés y montones de armaritos y lavabos y jarras. Y hasta eso era poco para mi padre, salía en bicicleta a recorrer la región y aún más lejos, hurgaba en los depósitos con una barra de hierro y por la noche regresaba con el botín, porque todo podía servir algún día para algo, y servía, porque cuando alguien necesitaba algo que ya no se fabricaba, alguna pieza para el coche o la trituradora o la trilladora y no la encontraba, venía a nuestra casa, y mi padre se ponía a pensar, la memoria lo conducía a algún sitio del desván o del cobertizo o a los montones que había en el patio, y entonces metía la mano en alguna parte y al cabo de un rato sacaba algún trasto que de verdad servía. Por eso mi papá solía ser el jefe de las campañas de recogida de chatarra, y cuando transportaba todos aquellos trastos de hierro a la estación, siempre pasaba frente a nuestro portal y dejaba caer parte del producto de aquella campaña de recogida. Y a pesar de eso los vecinos eran incapaces de perdonarle. Debía de ser porque nuestro bisabuelo Lukás recibía un doblón al día de renta y después, cuando llegó la República, en coronas. Mi bisabuelo nació en mil ochocientos treinta y en mil ochocientos cuarenta y ocho era tambor del ejército y como tal luchó en el Puente de Carlos, donde los estudiantes les tiraron adoquines a los soldados y acertaron a mi bisabuelo y lo dejaron inválido para toda la vida. Desde entonces cobraba la renta, un doblón diario, con el que se compraba cada día una botella de ron y un paquete de tabaco; y en lugar de quedarse sentado en casa, fumando y bebiendo, iba cojeando por las calles, por los caminos, pero a donde más le gustaba ir era a los sitios en los que la gente se dejaba la piel trabajando, y ahí se burlaba de aquellos obreros y bebía aquel ron y fumaba aquel tabaco, y por eso todos los años le daban al bisabuelo en algún lugar una paliza tal que el abuelo lo llevaba a casa en carretilla. Pero en cuanto el bisabuelo se reponía, volvía a ponerse a preguntar quién lo pasaba mejor, hasta que volvían a darle otra paliza terrible. La caída de Austria le quitó al bisabuelo aquella renta, la que había recibido durante setenta años. Con la pensión que le dieron al llegar la República se acabaron el ron y los paquetes de tabaco. Ya pesar de eso todos los años le seguían pegando al bisabuelo Lukás hasta dejarlo inconsciente, porque se seguía jactando de aquellos setenta años durante los cuales había tenido todos los días la botella de ron y el tabaco. Y en el mil novecientos treinta y cinco el bisabuelo se fue a jactar delante de unos picapedreros a los que acababan de cerrarles la cantera y le dieron tal paliza que se murió. El doctor dijo que podía haber seguido viviendo tranquilamente otros veinte años. Por eso no había ninguna otra familia que cayese tan mal en la ciudad como la nuestra. Mi abuelo, para que la astilla no fuera tan distinta del palo, del bisabuelo Lukás, era hipnotizador y trabajaba en circos pequeños y toda la ciudad veía en su hipnotismo el deseo de hacer el vago toda la vida. Pero cuando los alemanes cruzaron en marzo nuestra frontera para ocupar todo el país y avanzaban en dirección a Praga, el único que fue hacia ellos fue nuestro abuelo, únicamente nuestro abuelo fue a hacerles frente a los alemanes como hipnotizador, a detener los tanques que avanzaban con la fuerza del pensamiento. Así que el abuelo iba por la carretera con los ojos fijos en el primer tanque, que dirigía la vanguardia de aquellos ejércitos motorizados. Y encima de aquel tanque estaba metido hasta la cintura en la cabina un soldado del Reich, en la cabeza llevaba un birrete negro con la calavera y las tibias cruzadas, y mi abuelo seguía de frente hacia ese tanque y llevaba los brazos estirados y con los ojos les infundía a los alemanes la idea, dad la vuelta y regresad... y de verdad, el primer tanque se detuvo, todo el ejército se quedó quieto, el abuelo tocó aquel tanque con los dedos y siguió emitiendo la misma idea... dad la vuelta y regresad, dad la vuelta y regresad, dad la vuelta... y después un teniente hizo una señal con un banderín y el tanque se puso en marcha, pero el abuelo no se movió y el tanque lo atropello, le arrancó la cabeza, y ya no hubo nada que le cerrara el camino al ejército del Reich. Y después papá se fue a buscar la cabeza del abuelo. El primer tanque se detuvo antes de llegar a Praga, estaba esperando que llegase una grúa, la cabeza del abuelo había quedado aplastada entre las cadenas y las cadenas estaban tan retorcidas que papá pidió que le dejasen sacar la cabeza del abuelo y enterrarla después con el cuerpo, como corresponde a un cristiano. A partir de entonces, la gente de toda la región solía discutir. Unos gritaban que nuestro abuelo era un loco, los otros, que no del todo, que si todos se hubieran enfrentado con los alemanes como nuestro abuelo, con las armas en la mano, quién sabe cómo hubieran terminado los alemanes.

En aquella época vivíamos fuera de la ciudad, fue más tarde cuando nos trasladamos a la ciudad, y a mí, que estaba acostumbrado a la soledad, cuando llegamos a la ciudad se me estrechó el mundo. Desde entonces sólo cuando salía a las afueras, sólo así respiraba. Y cuando volvía, a medida que las calles y las callejuelas se estrechaban al cruzar el puente, me estrechaba yo también, siempre tenía y tengo y tendré la impresión de que detrás de cada ventana hay por lo menos un par de ojos que me miran. Cuando alguien me hablaba, me sonrojaba, porque tenía la impresión de que a todas las personas les molestaba algo de mí. Hace tres meses me corté las venas de las muñecas, y fue como si no tuviera motivo para hacerlo. Pero yo sí tenía motivo y lo conocía y sólo me daba miedo que cualquiera que me mirase fuese a adivinar el motivo.

Por eso detrás de cada ventana aquellos ojos. Pero ¿qué puede pensar una persona cuando tiene veintidós años? Yo podía pensar que la gente de nuestra ciudad me miraba porque me había cortado las venas para librarme del trabajo que ellos tenían que hacer en mi lugar, igual que lo habían hecho en lugar de mi bisabuelo Lukás y de mi abuelo Vilém, que era hipnotizador, y de mi papá, que había conducido una locomotora durante un cuarto de siglo sólo para no tener después nada que hacer. (Fragmento)


Bohumil Hrabal, Trenes rigurosamente vigilados

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Ostre sledované vlaky de Bohumil Hrabal



(Closely Watched Trains)

AÑO 1966

DURACIÓN 93 min

PAÍS Checoslovaquia

DIRECTOR Jirí Menzel

GUIÓN Jirí Menzel & Bohumil Hrabal (Argumento: Bohumil Hrabal)

MÚSICA Jirí Sust

FOTOGRAFÍA Jaromir Sofr (B&W)

REPARTO Václav Neckár, Josef Somr, Vlastimil Brodsky, Vladimír Valenta, Alois Vachek, Ferdinand Kruta, Jitka Bendová

PRODUCTORA Estudios Barrandow

PREMIOS Oscar mejor película extranjera

Sinopsis:

En la Checoslovaquia ocupada por los alemanes, un joven trabajador de la pequeña estación ferroviaria de un pueblo intenta tener su primera experiencia sexual.

Una de las obras maestras del cine checoslovaco de los años sesenta, que combina la historia central con una mirada sensible a la vida cotidiana en una pequeña estación de tren. Un joven aprendiz, Milos, sigue los pasos de su padre, ferroviario retirado, y empieza a trabajar en la compañía ferroviaria como controlador. El protagonista tendrá que madurar rápidamente y afrontar su primer asunto importante.

(Filmaffinity)

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Las uvas de la ira (1940)



Las uvas de la ira

Film de John Ford

Novela de John Steinbeck


Capítulo primero

Las últimas lluvias cayeron con suavidad sobre los campos rojos y parte de los campos grises de Oklahoma, y no hendieron la tierra llena de cicatrices. Los arados cruzaron una y otra vez por encima de las huellas dejadas por los arroyos. Las últimas lluvias hicieron crecer rápidamente el maíz y salpicaron las orillas de las carreteras de hierbas y maleza, hasta que el gris y el rojo oscuro de los campos empezaron a desaparecer bajo una manta de color verde. A finales de mayo el cielo palideció y las rachas de nubes altas que habían estado colgando tanto tiempo durante la primavera se disiparon. El sol ardió un día tras otro sobre el maíz que crecía hasta que una línea marrón tiñó el borde de las bayonetas verdes. Las nubes aparecieron, luego se trasladaron y después de un tiempo ya no volvieron a asomar. La maleza intentó protegerse oscureciendo su color verde y cesó de extenderse. Una costra cubrió la superficie de la tierra, una costra delgada y dura, y a medida que el cielo palidecía, la tierra palideció también, rosa en el campo rojo y blanca en el campo gris.

En los barrancos abiertos por las aguas, la tierra se deshizo en secos riachuelos de polvo. Las ardillas de tierra y las hormigas león iniciaron pequeñas avalanchas. Y mientras el fiero sol atacaba día tras día, las hojas del maíz joven fueron perdiendo rigidez y tiesura; al principio se inclinaron dibujando una curva, y luego, cuando la armadura central se debilitó, cada hoja se agachó hacia el suelo. Entonces llegó junio y el sol brilló aún más cruelmente. Los bordes marrones de las hojas del maíz se ensancharon y alcanzaron la armadura central. La maleza se agostó y se encogió, volviendo hacia sus raíces. El aire era tenue y el cielo más pálido; y la tierra palideció día a día.

En las carreteras por donde se movían los troncos de animales, donde las ruedas batían la tierra y los cascos de los caballos la removían, la costra se rompió y se transformó en polvo. Cualquier cosa que se moviera levantaba polvo en el aire; un hombre caminando levantaba una fina capa que le llegaba a la cintura, un carro hacía subir el polvo a la altura de las cercas y un automóvil dejaba una nube hirviendo detrás de él. El polvo tardaba mucho en volver a asentarse.

A mediados de junio llegaron grandes nubes procedentes de Texas y del Golfo, nubes altas y pesadas, cargadas de lluvia. En los campos, los hombres alzaron los ojos hacia las nubes, olfatearon el aire y levantaron dedos húmedos para sentir la dirección del viento. Y los caballos mostraron nerviosismo mientras hubo nubes en el cielo. Las nubes de lluvia dejaron caer algunas gotas y se apresuraron en dirección a otras tierras. Tras ellas el cielo volvió a ser pálido y el sol llameó. En el polvo quedaron cráteres donde las gotas de lluvia habían caído, y salpicaduras limpias en el maíz, y nada más.

Un viento suave siguió a las nubes de lluvia, empujándolas hacia el norte y chocando blandamente contra el maíz, que empezaba a secarse. Pasó un día y el viento aumentó, constante, sin ráfagas que lo interrumpieran. El polvo subió de los caminos y se extendió: cayó sobre la maleza al lado de los campos e invadió los campos mismos. Entonces el viento se hizo fuerte y duro y se estrelló contra la costra que la lluvia había formado en los maizales. Poco a poco el polvo se mezcló y oscureció el cielo, y el viento palpó la tierra, soltó el polvo y se lo llevó, al tiempo que crecía en intensidad. La costra de la lluvia se quebró y el polvo se elevó sobre los campos y formó en el aire penachos grises como humo perezoso. El maíz trillaba el viento y hacía un ruido seco, impetuoso. El polvo más fino ya no volvió a posarse en la tierra, sino que desapareció en el oscuro cielo.

El viento creció, removió bajo las piedras, levantó paja y hojas viejas, e incluso terrones pequeños, dejando una estela mientras navegaba sobre los campos. El aire y el cielo se oscurecieron y el sol brilló rojizo a través de ellos, y el aire se volvió áspero y picante. Por la noche el viento corrió más rápido sobre el campo, cayó con astucia entre las raicillas del maíz y éste luchó con sus debilitadas hojas hasta que el viento entrometido liberó las raíces y, entonces, los tallos se ladearon cansinos hacia la tierra apuntando en la dirección del viento.

Llegó la aurora, pero no el día. En el cielo gris apareció un sol rojo, un débil círculo que daba poca luz, como en el crepúsculo; y conforme avanzaba el día, el anochecer se transformó en oscuridad y el viento silbó y lloriqueó sobre el maíz caído.

Los hombres y las mujeres permanecieron acurrucados en sus casas y para salir se tapaban la nariz con pañuelos y se protegían los ojos con gafas. La noche que volvió era una noche negra, porque las estrellas no pudieron atravesar el polvo para llegar abajo, y las luces de las ventanas no alumbraban más allá de los mismos patios. El polvo estaba ahora mezclado uniformemente con el aire, formando una emulsión equilibrada. Las casas estaban cerradas a cal y canto, y las puertas y ventanas encajadas con trapos, pero el polvo que entró era tan fino que no se podía ver en el aire, y se asentó como si fuera polen en sillas y mesas, encima de los platos. La gente se lo sacudía de los hombros. Pequeñas líneas de polvo eran visibles en los dinteles de las puertas.

A media noche el viento pasó y dejó la tierra en silencio. El aire lleno de polvo amortiguaba el sonido mejor que la niebla. La gente, tumbada en la cama, oyó cómo el viento paraba. Se despertaron cuando el impetuoso viento desapareció. Tumbados en silencio escucharon intensamente la quietud. Luego cantaron los gallos, un canto amortiguado y las personas se removieron inquietas en sus camas deseando que llegara la mañana. Sabían que el polvo tardaría mucho tiempo en dejar el aire y asentarse. Por la mañana el polvo colgó como una niebla y el sol era de un rojo intenso, igual que sangre joven. Durante todo ese día y el día siguiente el polvo se fue filtrando desde el cielo. Una manta uniforme cubrió la tierra. Se asentó en el maíz, se apiló encima de los postes de las cercas y sobre los alambres, se posó en los tejados y cubrió la maleza y los árboles.

Las gentes salieron de sus casas y olfatearon el aire cálido y picante y se cubrieron la nariz defendiéndose de esa atmósfera. Los niños salieron de las casas, pero no corrieron ni gritaron como hubieran hecho después de la lluvia. Los hombres, de pie junto a las cercas, contemplaron el maíz echado a perder, muriendo deprisa ahora, sólo un poco de verde visible tras la película de polvo. Callaban y se movían apenas. Y las mujeres salieron de las casas para ponerse junto a sus hombres, para sentir si esta vez ellos se irían abajo. Observaron a hurtadillas sus semblantes, sabiendo que no tenía importancia que el maíz se perdiera siempre que otra cosa persistiese. Los niños se quedaron cerca, dibujando en el polvo con los dedos de los pies desnudos y pusieron sus sentidos en acción para averiguar si los hombres y las mujeres se vendrían abajo. Miraron furtivamente los rostros de los adultos, y luego, con esmero, sus dedos dibujaron líneas en el polvo. Los caballos se acercaron a los abrevaderos y agitaron el agua con los belfos para apartar el polvo de la superficie. Pasado un rato, los rostros atentos de los hombres perdieron la expresión de perplejidad y se tornaron duros y airados, dispuestos a resistir. Entonces las mujeres supieron que estaban seguras y que sus hombres no se derrumbarían. Luego preguntaron: ¿Qué vamos a hacer? Y los hombres replicaron: No sé. Pero estaban en buen camino. Las mujeres supieron que la situación tenía arreglo, y los niños lo supieron también. Unos y otros supieron en lo más hondo que no había desgracia que no se pudiera soportar si los hombres estaban enteros. Las mujeres entraron en las casas para comenzar a trabajar y los niños empezaron a jugar, aunque cautelosos. A medida que el día avanzaba, el sol fue perdiendo su color rojo. Resplandeció sobre la tierra cubierta de polvo. Los hombres, sentados a la puerta de sus casas, juguetearon con palitos y piedras pequeñas; permanecieron inmóviles sentados, pensando y calculando.


John Steinbeck, Las uvas de la ira

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Imágenes: Doctor Macro's



The Grapes of Wrath / John Ford



AÑO 1940

DURACIÓN 129 min

PAÍS Estados Unidos

DIRECTOR John Ford

GUIÓN Nunnally Johnson (Novela: John Steinbeck)

MÚSICA Alfred Newman

FOTOGRAFÍA Gregg Toland (B&W)

REPARTO Henry Fonda, Jane Darwell, John Carradine, Charley Grapewin, Dorris Bowdon, Russell Simpson, John Qualen, Charley Grapewin

PRODUCTORA 20th Century Fox. Productor: Darryl F. Zanuck

PREMIOS 2 Oscar: mejor director, mejor actriz secundaria (Jane Darwell)

SINOPSIS:

Tom Joad (Henry Fonda) regresa a su hogar tras cumplir condena en prisión, pero la ilusión de reencontrarse con su familia se transforma en frustración al tener que unirse a ellos, huyendo de la pobreza, para emprender un forzado viaje en busca de una oportunidad en la tierra prometida: California. (Filmaffinity)


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John Steinbeck & The Grapes of Wrath (You Tube)



Robin Hodd (1922–1938–1991 [2]–1995)


Robin Hood de Allan Dwan (1922)

Las aventuras de Robin Hood de Michael Curtiz (1938)

Robin Hood, Príncipe de los ladrones de Kevin Reynolds (1991)

Robin Hood, el magnífico de John Irvin (1991)

Las locas, locas aventuras de Robin Hood de Mel Brooks (1995)



Novela de Walter Scott (Fragmento)


Era el año de gracia de 1162, bajo el reinado de Enrique II; dos viajeros, con las vestimentas sucias por una larga caminata y el aspecto extenuado por la fatiga, atravesaban una noche los estrechos senderos del bosque de Sherwood, en el condado de Nottingham.

El aire era frío; los árboles, donde empezaban ya a despuntar los débiles verdores de marzo, se estremecían con el soplo del último cierzo invernal, y una sombría niebla se extendía sobre la comarca a medida que se apagaban sobre las purpúreas nubes del horizonte los rayos del sol poniente. Pronto el cielo se volvió oscuro, y unas ráfagas de viento sobre el bosque presagiaron una noche tormentosa.

–Ritson –dijo el viajero de más edad, envolviéndose en su capa–, el viento está redoblando su violencia; ¿no teméis que la tormenta nos sorprenda antes de llegar? ¿Estamos en el buen camino?

Ritson respondió:

–Vamos derechos a nuestro destino, milord, y, si mi memoria no falla, antes de una hora llamaremos a la puerta del guardabosque.

Los dos desconocidos anduvieron en silencio durante tres cuartos de hora, y el viajero a quien su compañero otorgaba el tratamiento de milord gritó impaciente:

–¿Llegaremos pronto?

–Dentro de diez minutos, milord.

–Bien; pero ese guardabosque, ese hombre a quien llamas Head, ¿es digno de mi confianza?

–Perfectamente digno, milord; mi cuñado Head es un hombre rudo, franco y honrado; escuchará con respeto la admirable historia inventada por Su Señoría, y la creerá; no sabe lo que es una mentira, ni siquiera conoce la desconfianza. Fijaos, milord –gritó alegremente Ritson, interrumpiendo sus elogios sobre el guardabosque–, mirad allí: aquella luz que colorea los árboles con su reflejo, pues bien, proviene de la casa de Gilbert Head. ¡Cuántas veces en mi juventud la he saludado lleno de felicidad!

–¿Está dormido el niño? –preguntó de repente el hidalgo.

–Sí, milord –respondió Ritson–, duerme profundamente y a fe mía que no comprendo por qué Su Señoría se preocupa tanto por conservar la vida de una pequeña criatura que tanto daña a sus intereses. Si queréis desembarazaros para siempre de este niño, ¿por qué no le hundís dos pulgadas de acero en el corazón? Estoy a vuestras órdenes, hablad. Prometedme como recompensa escribir mi nombre en vuestro testamento, y este pequeño dormilón no volverá a despertarse.

–¡Cállate! –repuso bruscamente el hidalgo–. No deseo la muerte de esta inocente criatura. Puedo temer ser descubierto en el futuro, pero prefiero la angustia del temor a los remordimientos de un crimen. Además, tengo motivos para esperar e incluso creer que el misterio que envuelve el nacimiento de este niño no será desvelado jamás. Si no ocurriera así, sólo podría ser obra tuya, Ritson, y te juro que emplearé todos los instantes de mi vida en vigilar rigurosamente tus actos y tus gestos. Educado como un campesino, este niño no sufrirá la mediocridad de su condición; aquí se creará una felicidad de acuerdo con sus gustos y costumbres, y jamás lamentará el nombre y la fortuna que hoy pierde sin conocerlos.

–¡Hágase vuestra voluntad, milord! –replicó fríamente Ritson–; pero, de verdad, la vida de un niño tan pequeño no vale las fatigas de un viaje desde Huntingdonshire a Nottinghamshire.

Por fin los viajeros echaron pie a tierra ante una bonita cabaña escondida como un nido de pájaros en un macizo del bosque.

–¡Eh! Head gritó Ritson con voz alegre y sonora–. ¡Eh! Abre de prisa; está lloviendo mucho, y desde aquí veo el fuego de tu chimenea. Abre, buen hombre, es un pariente quien te pide hospitalidad.

Los perros rugieron en el interior de la casa, y el prudente guarda respondió en primer lugar:

–¿Quién llama?

–Un amigo.

–¿Qué amigo?

–Roland Ritson, tu hermano. Abre, buen Gilbert.

–¿Roland Ritson, de Mansfield?

–Sí, sí, el mismo, el hermano de Margarita. Vamos, ¿vas a abrir? –añadió Ritson impaciente–. Charlaremos mientras comemos algo.

La puerta se abrió al fin y los viajeros entraron.

Gilbert Head dio cordialmente la mano a su cuñado y saludando cortésmente al hidalgo le dijo:

–Micer caballero, sed bienvenido, y no me acuséis de haber infringido las leyes de la hospitalidad por haber mantenido cerrada la puerta entre vos y mi hogar. El aislamiento de esta casa y el vagabundeo de los «outlaws» (bandidos) por el bosque exigen prudencia; no basta ser valiente y fuerte para escapar del peligro. Aceptad mis excusas, noble forastero, y tomad mi casa por la vuestra. Sentaos al fuego para que se sequen vuestros vestidos; ahora ya se ocuparán de vuestras monturas. ¡Eh! ¡Lincoln! –gritó Gilbert entreabriendo la puerta de una habitación contigua–, lleva los caballos de estos caballeros al cobertizo, porque nuestra cuadra es demasiado pequeña.

En seguida apareció un robusto campesino vestido de guardabosque, atravesó la sala, y salió sin echar siquiera una mirada de curiosidad a los recién llegados; luego, una linda mujer, de apenas treinta años, vino a ofrecer sus dos manos y su frente a los besos de Ritson.

–¡Querida Margarita! ¡Querida hermana! –gritaba éste acariciándola mientras la contemplaba con una cándida mezcla de admiración y sorpresa–. No has cambiado, tu frente es tan pura, tus ojos tan brillantes, tan rosadas tus mejillas y tus labios como en los tiempos en que nuestro buen Gilbert te cortejaba.

–Es que soy feliz –respondió Margarita dirigiendo una tierna mirada a su marido.

–Puedes decir: somos felices, Maggie –añadió el honrado guardabosque–. Gracias a tu alegre carácter no ha habido todavía ni enfados ni querellas en nuestra casa. Pero ya hemos hablado bastante de ello; ocupémonos de nuestros huéspedes... ¡Bueno! querido cuñado, quítate la capa; y vos, micer caballero, deshaceos de esa lluvia que impregna vuestros vestidos, como el rocío de la mañana sobre las hojas. Cenaremos en seguida. Maggie, deprisa, pon uno o dos haces de leña en la chimenea, coloca sobre la mesa los mejores platos y en las camas las más blancas sábanas que tengas; deprisa.

Mientras que la diligente joven obedecía a su marido, Ritson se desprendió de su capa y descubrió a un precioso niño envuelto en un manto de cachemira azul. La cara redonda, fresca y encarnada de aquel niño de apenas quince meses, anunciaba una salud perfecta y una robusta constitución.

Una vez que hubo arreglado cuidadosamente los pliegues del tocado de aquel bebé, Ritson colocó su pequeña y linda cabeza bajo un rayo de luz que hizo resurguir toda su belleza, y llamó dulcemente a su hermana.

Margarita acudió.

–Maggie –le dijo–, tengo un regalo para ti, para que no puedas acusarme de haber venido a verte con las manos vacías después de ocho años de ausencia..., toma, mira lo que te traigo.

–¡Santa María! –gritó la joven juntando sus manos–. ¡Santa María, un niño! Ronald, ¿es tuyo este angelito tan maravilloso? ¡Gilbert, Gilbert, ven a ver que niño más encantador!

–¡Un niño! ¡Un niño en brazos de Ritson! –Y lejos de entusiasmarse como su mujer, Gilbert lanzó una severa mirada a su pariente–, ¿Qué significa todo esto? ¿Por qué has venido aquí? ¿Qué historia es esa del bebé? Vamos, habla, sé sincero, quiero saberlo todo.

–Este niño no me pertenece, buen Gilbert; es huérfano, y este caballero es su protector sólo por voluntad propia.

Margarita se apoderó vivamente del pequeño, que aún dormía, le llevó a su habitación, le depositó en su cama, le cubrió las manos y el cuello de besos, le envolvió cálidamente en su bello mantelete de fiesta, y volvió a reunirse con sus huéspedes.

La cena transcurrió alegremente y, al final de la comida el caballero dijo al guarda:

–El interés que vuestra encantadora mujer demuestra para con este niño me ha decidido a haceros una proposición relativa a su bienestar futuro. Pero primero permitidme informaros de ciertas peculiaridades referentes a la familia, nacimiento y situación actual de este pobre huérfano de quien soy el único protector. Su padre, antiguo compañero de armas en mi juventud, pasada en los campos de batallas, fue mi mejor y más íntimo amigo. Al comienzo del reinado de nuestro glorioso soberano Enrique II, vivimos juntos en Francia, ya en Normandía, en Aquitania, o en Poitou y, después de una separación de algunos años, volvimos a encontrarnos en el país de Gales. Antes de abandonar Francia, mi amigo se había enamorado perdidamente de una joven, se había casado con ella y la había traído a Inglaterra, junto a su familia. Por desgracia, aquella familia, orgullosa y altiva rama de una casa principesca y llena de prejuicios idiotas, se negó a admitir en su seno a la joven, que era pobre y no tenía más nobleza que la de sus sentimientos. Aquella injuria la hirió de tal manera que, ocho días después, murió después de haber traído al mundo al niño que queremos confiar a vuestros buenos cuidados; ya no tiene padre, porque mi pobre amigo cayó herido de muerte en un combate en Normandía, hace de ello diez meses. Si Dios concede vida y salud a este niño, será el compañero de mis días de vejez; le contaré la triste y gloriosa historia del autor de sus días, y le enseñaré a andar con paso firme por los mismos senderos que anduvimos su valiente padre y yo, entretanto vos criaréis al niño como si fuera vuestro, y os juro que no lo haréis gratuitamente. Responded, maestro Gilbert: ¿aceptáis mi proposición?

El caballero esperó ansiosamente la respuesta del guardabosque quien, antes de comprometerse, interrogaba a su mujer con la mirada; pero la bonita Margaret volvía la cabeza y la inclinaba hacia la puerta de la habitación de al lado, sonriendo y tratando de escuchar el imperceptible murmullo de la respiración del niño.

Ritson, que analizaba furtivamente con el rabillo del ojo la expresión de la fisonomía de los dos esposos, comprendió que su hermana estaba dispuesta a hacerse cargo del niño a pesar de las vacilaciones de Gilbert, y dijo con voz muy persuasiva:

–La risa de ese ángel será la alegría de tu hogar, mi dulce Maggie, y te juro por san Pedro que oirás otro sonido no menos alegre; el sonido de las guineas que Su Señoría pondrá cada año en tu mano.

–¿Vaciláis, maestro Gilbert? –dijo el caballero frunciendo el ceño–. ¿Os disgusta mi proposición?

–Perdón, mi señor, vuestra proposición me resulta muy agradable y nos haremos cargo del niño si mi querida Maggie no tiene ningún inconveniente. Vamos, mujer, di lo que piensas; tu voluntad será la mía.

–Bien, yo seré su madre. –Luego, dirigiéndose al caballero, añadió–: Y si algún día quisierais recobrar a vuestro hijo adoptivo, os lo devolveremos con el corazón oprimido, pero nos consolaremos de su pérdida pensando que en adelante será más feliz junto a vos que bajo el humilde techo de un pobre guardabosque.

–Las palabras de mi mujer constituyen un compromiso –repuso Gilbert–, y, por mi parte, juro velar por este niño y servirle de padre. Os doy mi palabra, micer caballero.

Y tomando de su cinto uno de sus guanteletes, lo echó sobre la mesa.

–Una palabra por otra y un guante por otro –replicó el hidalgo, echando también un guantelete sobre la mesa–. Ahora hemos de ponernos de acuerdo sobre el precio de la pensión del bebé. Tened, buen hombre, tomad esto; todos los años recibiréis otro tanto.

Y sacando de su jubón una bolsita de cuero, llena de monedas de oro, intentó ponerla en manos del guardabosque.

Pero éste rehusó.

–Guardad vuestro oro, mi señor; las caricias y el pan de Margarita no se venden.

Durante un rato la pequeña bolsa de cuero fue de las manos de Gilbert a las del caballero. Al fin, y a propuesta de Margarita, convinieron que el dinero recibido cada año en pago de la pensión del niño fuera guardado en lugar seguro, para ser entregado al huérfano al alcanzar su mayoría de edad.


Walter Scott, Robin Hood

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Robin Hood de Allan Dwan



Año 1922

Duración 133 min.

País Estados Unidos

Director Allan Dwan

Guión Douglas Fairbanks

Música Película muda

Fotografía Arthur Edeson (B&W)

Reparto Douglas Fairbanks, Wallace Beery, Sam De Grasse, Enid Bennett, Paul Dickey, William Lowery, Roy Coulson, Billie Bennett

Productora United Artists presenta una producción de Douglas Fairbanks Pictures


Sinopsis: Ricardo Corazón de León (Wallace Beery) es amado y respetado por sus súbditos, a los que gobierna con justicia y bondad. El Rey ha decidido participar en las Cruzadas, y se pone él mismo al frente de su ejército. Le acompaña el Conde de Huntington, un valiente guerrero que el Rey ha designado como su mano derecha. Con ambos ausentes, asume el mando el hermano del Rey, el príncipe Juan (Sam De Grasse), que comienza a gobernar el país con mano de hierro. Pronto, la idílica Inglaterra se convierte en un lugar cruel y brutal, sumido en las tinieblas. Tan solo un hombre puede acabar con sus desmanes, un enigmático forajido que vive en el bosque de Sherwood y se hace llamar Robin Hood (Douglas Fairbanks)... (Filmaffinity)



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The Adventures of Robin Hood de Michael Curtiz


Robin de los bosques

Año 1938

Duración 106 min.

País Estados Unidos

Director Michael Curtiz, William Keighley

Guión Norman Reilly Raine & Seton I. Miller

Música Erich Wolfgang Korngold

Fotografía Tony Gaudio & Sol Polito

Reparto Errol Flynn, Olivia de Havilland, Basil Rathbone, Claude Rains, Patric

Knowles, Eugene Cooper, Alan Hale, Melville Cooper, Ian Hunter, Una O'Connor

Productora Warner Bros. Pictures. Productor: Hal B. Wallis

Premios 3 Oscares: mejor banda sonora, montaje y dirección artística. Nominada a la mejor película


Sinopsis: Robin de Locksey regresa a Inglaterra tras combatir contra los infieles en las cruzadas, pero el hermano del Rey Ricardo I de Inglaterra ha usurpado el poder e impone su tiranía, por lo que el noble sajón decide refugiarse en el bosque de Sherwood y luchar contra el príncipe Juan. (Filmaffinity)




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Robin Hood, Prince Of Thieves de Kevin Reynolds




Robin Hood: Príncipe de los ladrones

Año 1991

Duración 138 min

País Estados Unidos

Director Kevin Reynolds

Guión Pen Densham, John Watson

Música Michael Kamen

Fotografía Douglas Milsome

Reparto Kevin Costner, Morgan Freeman, Mary Elizabeth Mastrantonio, Alan Rickman, Christian Slater, Sean Connery, Geraldine McEwan, Michael McShane, Nick Brimble, Brian Blessed

Productora Warner Bros. Pictures


Sinopsis: Sir Robin de Locksley, a la vuelta a su hogar, se encuentra que el pueblo de Nottingham está esclavizado por los impuestos a los que le somete el Sheriff de la población. Además descubre que su padre ha muerto, por lo que decide vengar su muerte. Con ayuda de un compañero de aventuras sarraceno, ambos se introducen en los bosques de Sherwood, donde son asaltados por unos bandidos... (Filmaffinity)




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Robin Hood de John Irvin



Robin Hood, el magnífico

Año 1991

Duración 116 min.

País Reino Unido

Director John Irvin

Guión SaNegritam Resnick & John McGrath

Música Geoffrey Burgon

Fotografía Jason Lehel

Reparto Patrick Bergin, Uma Thurman, Jürgen Prochnow, Jeroen Krabbé, Edward

Fox, Jeff Nuttall, Joe Pantoliano

Productora 20th Century Fox


Sinopsis: Durante el siglo XII, Inglaterra está dividida por la rivalidad entre normandos y sajones. Por proteger a un cazador furtivo, el noble Robert Hose se enfrenta a un normando y pierde sus tierras y su derecho al trono. Como criminal, oculta su identidad bajo el nombre de Robin Hood y se dispone a liberar a su enamorada Marian del matrimonio con más odiado enemigo. (Filmaffinity)








Robin Hood: Men in Tights de Mel Brooks



Las locas, locas aventuras de Robin Hood

Año 1993

Duración 104 min.

País Estados Unidos

Guión Mel Brooks, J. David Shapiro, Evan Chandler

Música Mel Brooks, Hummie Mann

Fotografía Michael O'Shea

Reparto Cary Elwes, Richard Lewis, Roger Rees, Amy Yasbeck, Mark Blankfield,

Dave Chappelle, Isaac Hayes, Megan Cavanagh, Eric Allan Kramer, Matthew

Porretta, Tracey Ullman, Patrick Stewart, Dom DeLuise, Dick Van Patten, Robert

Ridgely

Productora 20th Century Fox


Sinopsis: Robin de Loxley regresa a Inglaterra después de varios años de ausencia y se encuentra un reino sumido en el caos. Ahora debe vivir como un forajido y será protagonista de numerosas aventuras. (Filmaffinity)




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